La introducción exprés de una nueva cláusula en la Constitución española de 1978 ha dado lugar a un debate sobre qué papel juega la soberanía popular cuando un gobernador del Banco Central Europeo puede marcar una reforma mientras que los ciudadanos no pueden expresar su opinión mediante un referéndum porque los políticos electos lo impiden.
En el fondo se halla el concepto de soberanía que como claramente establece el artículo primero punto dos de nuestra Constitución, reside en el pueblo español, o sea en el conjunto de individuos que conforman el Estado, siguiendo el criterio instaurado por Rousseau de creación de una soberanía popular (el pueblo es el soberano) como suma de voluntades particulares y que se acabó concretando en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789.
Un concepto este (el de ciudadano) que está directamente asociado al principio de soberanía en tanto en cuanto nos movemos en marcos democráticos donde las personas trascienden de súbditos u objetos pasivos a una categoría decisorial colectiva superior.
Con el advenimiento de la globalización y la interdependencia entre los Estados se hace difícil seguir manteniendo aquellos postulados en torno a la independencia máxima que existían otrora y que fueron defendidos por Carré de Malberg y Siéyés. Pero ya no son aplicables en nuestro tiempo.
Muchos se preguntan si esa idea de soberanía ha perdido su razón de ser e, incluso, si estamos frente a un concepto vacío de contenido.
La ciudadanía ha de ser consciente que hace ya tiempo se perdió la potestad en materia monetaria y no a tardar podemos quedarnos sin soberanía fiscal. Ambos ámbitos se traspasan a la Unión Europea como ya pasó en otras uniones políticas, verbigracia Estados Unidos.
En ese nuevo escenario el pueblo, entendido como conjunto de ciudadanos que conviven en un estado, pierde la capacidad real en torno a la autonomía de sus decisiones en un contexto internacional multidependiente que nace como consecuencia del proceso de globalización.
El nuevo marco político que nos está tocando vivir conlleva una transferencia de soberanía hacia instancias superiores y nos equivocaríamos si seguimos defendiendo la noción de soberanía ligándola exclusivamente a la potestad estatal porque ya no es así.
El intento fallido de creación de una especie de ‘constitución europea’ sui generis va en esa línea. Rechazada por algunos países no se ha vuelto a hablar de ello pero la idea de desarrollar el acervo comunitario en esa dirección subsiste y, antes o después, volverá a resurgir con fuerza.
Sin embargo, si queremos que se sigan manteniendo los principios democráticos sobre los que se sustenta esta sociedad las instancias superiores que reciben las cesiones de soberanía deben ser respaldadas por el voto democrático de los habitantes del territorio afectado.
Por la tanto para una legitimidad y pervivencia de la Unión Europea se hace imprescindible que sus órganos sean elegidos directamente por sus ciudadanos.
Además, no debe ser admisible que una futura constitución europea, llámese como se llame, no se sustentara en el voto de sus ciudadanos que deberían unirse como poder constituyente, como pueblo europeo. Es la correcta manera en que la UE debe cambiar su fundamento desde los tratados internacionales hacia una verdadera construcción nacional.
En ese nuevo escenario la soberanía popular recobraría su originaria dimensión de legitimación democrática que, por otro lado, en ningún momento ha sido, ni será, de carácter absoluto. Siempre los estados han tenido problemas para posicionar la soberanía como poder absoluto, o ¿no ha habido a lo largo de los siglos injerencias de unos estados en la política de otros, bloqueos comerciales y hasta invasiones territoriales? La característica de absoluto se refiere a la primacía sobre el resto de poderes.
Revista Economía
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