Revista Viajes
Amanece. Mis esperanzas están llenas de vigor. Mi espíritu está unido a todos los lugares de la tierra porque en todas las partes amanece con el primer resplandor del mismo sol que compartimos. Mientras calzo las botas recuerdo que no puedo dar esta tierra por destruida, el sol que vi apagarse en la nada está levantándose de su desolación y anuncia una nueva oportunidad de ser más creadores.
Estamos en el Escorial. La Avenida de Carlos Ruiz termina en un abundante aparcamiento a los pies mismos del embalse del Romeral. Aquí nos esperará el coche algunas horas. Los montañeros damos los primeros pasos sobre el camino que sube nada más sobrepasar el muro del embalse. Continuamos el recorrido sin necesidad de elegir sendero, la valla metálica es un mapa clavado en la tierra que nos conduce hasta un camino amplio que permite a los montañeros avanzar en cercanía paralela y sigilosa conversación porque el murmullo del arroyo del Romeral está cercano a nuestras palabras.
Muy visibles las señales del GR 10 nos mandan montaña arriba ligeramente a nuestra izquierda; sobrepasamos una asfaltada carretera para continuar siempre sendero adelante. Los montañeros callamos y escuchamos a la nieve que conversa en ligerísimos copos sobre nuestras cabezas, escuchamos a la tierra que susurra aliento al tronco caído, al viento que llama con voz entre bronca y mezzosoprano a las peñas que están allá arriba a nuestra derecha donde otrora anidaran los abantos que dan nombre a este pico.
Conversamos con los troncos que agonizan, con la vida que canta futuro.
Hemos llegado a una especie de collado. Desde aquí el sendero se desliza por media ladera en sosegado ascenso; los pinos son arrullo entre la brisa; la nieve ha dejado blanco el suelo, se posa en nuestras mochilas, en nuestra cabeza, en las orejas, está juguetona la nieve. Allá abajo el arroyo del Romeral sueña, entre breves risas de viento, aumentar su caudal con las nieves del invierno; allá arriba el viento despierta carcajadas en la loma de la montaña; los montañeros pensamos que es bucólico el sonido del viento cuando estamos resguardamos por el pinar en nuestro caminar por media ladera; los montañeros llegamos a la Fuente del Cervunal.
Fuente del Cervunal. Tal vez alguna vez hubo ciervos, seguramente en la actualidad salten por aquí animales de esa especie. Pero el nombre parece que se debe a la planta herbácea que abunda en estos collados y en otros muchos lugares de la península, resistente a los vientos y los fríos.
Detrás de la espalda de la fuente, un grueso pino a su derecha indica que por allí no continúa el GR. Lo que parecería una desdicha, es un magnífico anuncio porque ese es justamente el sendero que sube hacia nuestro objetivo de hoy. La cumbre del Abantos está cerca. Los montañeros sabemos que salir al descubierto es comenzar a pelear, negociar o tener feroces encuentros con la ventisca que esta jornada está en pleno griterío, por eso nos pertrechamos de ropas, guantes y cuantos escudos de fibra vegetal llevamos en la mochila.
A medio camino entre la nevada ligera y la contumaz cencellada, los pinos se embellecen para los pocos montañeros que aventuras horas y gozo en estas sierras.
En la loma nos asomamos a los precipicios que se cortan sobre el Escorial. A nuestra izquierda está el vértice geodésico. Hacia él nos dirigimos con agradecimiento y precaución. Los montañeros sabemos que las cumbres ponen trabas a los conquistadores; los montañeros amamos y respetamos a la montaña; hoy el viento furioso y los escondidos bloques de hielo nos ponen zancadillas. Con cariño, agradecimiento, ilusión y entusiasmo abrazamos la cumbre. Pero en el Abantos, el punto más elevado, mil setecientos sesenta y tres metros, está cien metros más arriba; los montañeros llegamos hasta él.
FOTOGRAFÍA Vértice Geodésico del monte o pico Abantos. Por aquí volaron diferentes familias de abantos, de tamaño ligeramente inferior al buitre. Dicen los libros que es un ave tímida, acaso por eso no vimos ningún abanto esta preciosa jornada de paseo.
Javier Agra.