Mi tren pasa junto a un corte hecho en el terreno para facilitar el discurrir de las vías, una pared de arena firme y compacta que exhibe los estratos de su vida milenaria. Es algo así como un depósito de tiempo que una máquina carente de respeto por la intimidad ha dejado al descubierto. Ese cúmulo de siglos, hoy escaparate indiscreto, es el lugar donde muchos seres se las apañan para vivir a su manera, haciendo de tan agreste fondo el soporte perfecto para lucir toda su vistosidad.
El abejaruco me ha fascinado desde niño, supongo que por la policromía de su plumaje, singular dentro de la fauna ibérica, dominantemente parda. No me sorprende que haya llamado la atención de muchos otros también, pues parece cierto que todos los colores están presentes en él, incluido el rojo, ausente en sus plumas pero no en el iris de sus ojos.
Casi a diario suelo permanecer atento al momento en el que puedo empezar a divisar la zona habitada por esta ave. Entonces, cambio una página del libro que leo por un folio del tamaño de la ventana junto a la que voy sentado. En apenas unos segundos el espacio se llena de aleteos en tonos azules, amarillos, verdes, negros, anaranjados. Los abejarucos planean desde sus nidos perforados en el talud terroso hasta posarse en el cableado ferroviario. Muchos descansan sobre las líneas aéreas, intentando atrapar a simple vista los insectos que acto seguido apresarán al vuelo con su pico puntiagudo. Otros se asoman desde sus agujeros, mirando quizás el paso de este gran gusano de metal que ni en sus mejores sueños lograrían tragarse.
Apenas unos segundos... y el tren pasa. La vida a todo color sigue ahí, dispuesta a engendrar más vida este verano. Nuevos seres saldrán de su cueva-útero profunda y oscura. Por mi parte, mis deseos vivos de seguir asistiendo a ella, a la vida, aunque deba ser girando el cuello de izquierda a derecha, al otro lado de un vidrio que no tiene previsto detenerse frente a ella.