Antonio Aramayona, Attac
A principios del siglo XVIII, Bernard de Mandeville describía en su obra La fábula de las abejas una sociedad próspera y feliz, donde cada individuo busca solo su propio lucro e interés, pues por naturaleza somos individualistas, egoístas y perseguimos nuestro propio interés, de tal forma que el bien público no es sino el resultado de los intereses y lucros individuales. En otras palabras, si no rijo mi vida en y por mi propio interés, estoy cortando las alas del progreso. Si presto oídos a los discursos de los valores y las virtudes morales, voy en contra de lo más saludable de la naturaleza: la consecución del propio bienestar, prescindiendo de cualquier otra cosa. De hecho, remata Mandeville, los vicios privados son los que verdaderamente redundan en beneficios públicos.
En efecto, Mandeville sostiene que hasta los comportamientos individuales más bajos y viles producen ante todo efectos económicos positivos. Por ejemplo, un libertino puede llegar a ser incluso un personaje cruel e insolidario, y sin embargo, gracias a sus dispendios económicos viven criados, prostitutas, sastres, cocineros, obreros, cocheros, etc. Es decir, como una vida viciosa reporta grandes beneficios sociales, cuanto más se busque exclusivamente el propio beneficio, más acabará redundando en provecho de la comunidad.
Sin embargo, prosigue Mandeville, cuando el dios Júpiter decide un día modificar las reglas del juego, haciendo que las abejas se muevan por metas altruistas y generosas, desaparece de inmediato el esfuerzo y el deseo de prosperidad, con lo que la sociedad se torna muy bondadosa, pero al mismo tiempo sumida en la pobreza y la postración.
No es preciso ser un lince para percatarse de que la fábula de Mandeville es toda una loa a la doctrina liberal sin paliativos: cada uno es muy libre de buscar su propia prosperidad y enriquecerse, pues con ello está beneficiando a toda la sociedad, con tal de que no haya nada ni nadie que ose entorpecer al emprendedor. Ocurre, sin embargo, que de poco sirve a muchos ciudadanos semejante libertad ante el especulador o el millonario. De nada sirve la libertad de poder comer en los mejores restaurantes, hacer viajes exóticos o comprar un Lamborghini si apenas se tiene dinero suficiente para llegar a fin de mes o se carece de trabajo. Pero los doctrinarios liberales y neoliberales son unos magníficos maestros en el arte de disfrazar la realidad con la varita mágica de las palabras. George Savile, marqués de Halifax ya advirtió que, al igual que los clérigos declaran sagrado “lo que quieren conservar, de tal modo que nadie más pueda tocarlo”, también alguna gente poderosa utiliza ciertas grandes palabras -por ejemplo, “libertad”- pensando sólo en su propio beneficio y con el ánimo de sacar tajada de las aguas revueltas del lenguaje.
Desde estas mismas bases, Holbach escribía en el siglo XVIII que ciudadano es el que “puede vivir respetablemente con los ingresos de su propiedad y todo cabeza de familia propietario de tierra”. El resto ni es ciudadano ni es nada, salvo “estúpido populacho, privado de ilustración”, que ha perpetrado el enorme delito de no ser propietario de algo. Obligación del ciudadano es, pues, prosperar y enriquecerse, y el gobierno ha de limitarse a garantizar que las cosas van a seguir estando como están, pues el mundo marcha estupendamente sin que los gobernantes se metan donde no los llaman, a sabiendas de que “le monde va de lui même”.
Ernesto Sábato escribe en su libro “Antes del fin” que las presuntas bondades del neoliberalismo y de la libertad de mercado se le antojan una falacia, pues el mundo le parece poblado de lobos y de corderos, y esa libertad neoliberal tiene como axioma fundamental: “libertad para todos, y que los lobos se coman a los corderos”. Y es que un lobo suele acercarse a lo vegetal solo para condimentar con las especias adecuadas un suculento plato de cordero.Una mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización