La literatura, por lo poco que sé de ella, nace quizá de una fuerte tendencia a la incomunicación o a la mala comunicación. Un escritor de ficciones es alguien que en la vida cotidiana muy raramente puede comunicar lo que siente, sus miedos, sus admiraciones, sus pasiones, su amor. Es algo así como esa mirada de sorpresa ante lo real de la que hablaban los griegos: la que al filósofo le permite reflexionar y, al escritor, escribir. El único lugar donde un hombre que escribe se comunica es en sus libros, y son sus personajes quienes hablan por él. Los escritores, en general, son grandes tímidos. Tal vez porque saben que los sentimientos más profundos sólo pueden manifestarse con palabras triviales. De qué modo decir te quiero, o estoy desesperado, o tengo miedo, o la belleza me conmueve. No hay más palabras que esas, pero uno no puede andar pronunciándolas en voz alta. Recuerdo una serie de televisión inglesa sobre la vida de Shakespere, en la que hay una escena memorable. Se sabe que Shakespeare tuvo un gran amor, la famosa dama morena de los sonetos. En esa escena, ella le pide que por favor le diga palabras hermosas, como las que escribe en sus dramas, y no que meramente quiera arrastrarla a la cama. Shakespeare, que ha escrito los diálogos de Romeo, debe recurrir a uno de sus actores para que le explique cómo se habla con las mujeres reales. Al ver esa obra, yo pensé. Shakespeare debió de haber sido realmente así.