Decenas de mujeres, en su mayoría jóvenes, deciden abortar después de pasar por costosos programas de fertilización. Costosos en todos los sentidos: acaba de contarme mi buen amigo John de una amiga suya, que después de tres intentos de embarazo por fecundación in vitro no sólo no ha conseguido ningún hijo, sino que ha perdido mucho dinero, ha perdido la salud y ha perdido su fe en la Iglesia Católica.
Según datos de Embriología y Fertilización Humana (HFEA), en Gran Bretaña, un promedio de 80 fetos concebidos por FIV son abortados cada año, lo que representa aproximadamente el 1% de los embarazos conseguidos por este método. Estamos hablando sólo de los fetos directamente abortados, sin referirnos a la cantidad de embriones que son desechados bajo el eufemismo de embriones sobrantes.
La mitad de ellas tienen entre 18 y 34 años. Son mujeres sanas, simplemente recurren a la FIV porque es más fácil y por cuestiones sociales. Algunas terminan (lo de interrumpir es otro eufemismo) bruscamente su embarazo después de separarse de su marido o novio; otras lo hacen porque habían sido presionadas socialmente para formar una familia, io porque han descubierto un defecto grave en el bebé. Siempre, están tratando al bebé como un producto de diseño.
El profesor Bill Ledger, miembro de la HFEA, dice que "no entiende por qué hay tantos abortos después de la fecundación in vitro. Estamos antes una tragedia." Coincido plenamente en lo segundo, pero la explicación me parece evidente: si se banaliza la vida humana, todo es posible. En castellano, hay un dicho muy popular: el que siembra vientos, recoge tempestades. Es una pena, pero es la pura realidad.
(En la fotografía aparece la imagen sonriente de mi amigo John, que me relató ciertas cosas).