Los abusos sexuales se definen como la participación de un menor en actividades sexuales que no comprenda, para la que no está preparado por su desarrollo físico, mental y social y sin su consentimiento expreso. Generalmente son contactos en los que un menor es utilizado para la estimulación sexual de un adulto u otro individuo joven mayor que él y puede incluir distintas formas de actividad sexual, contactos genitales, anales u orales, el exhibicionismo, la prostitución o la utilización del niño para la producción de material pornográfico.
No pretendo pontificar sobre un tema tan sensible y, a la vez, tan complejo. Ni en una nota breve de blog se puede profundizar en una cuestión con amplitud. Pero creo que merece algunas consideraciones, desde un punto de vista de observador preocupado.
Desde clérigos que abusan de niños, hasta presidentes del gobierno como el italiano enredado en el putiferio adolescente, pasando por los turistas sexuales viajando al sudeste asiático o los abusadores internautas, el espectro es amplio y diverso.
Un elemento común en el abuso es el desequilibrio de poder: el abusador posee una posición dominante, ya sea “autoritas” conferida por la edad o el cargo, o el simple y duro poder del dinero. La víctima está situada en una posición inferior, en rango y en libertades, a veces por ignorancia y muy a menudo traicionada por quienes son responsables de sus cuidados, que los vende al mejor postor.
Algunos aspectos culturales en las sociedades occidentales influyen en la aparentemente enfermiza obsesión con menores como oscuro objeto de deseo. Todavía—o quizá debiera decir cada día más—hay hombres que se recrean en una cierta infantilización de sus parejas sexuales. La propia figura de la ingenua en las comedias o el cine tiene en la ingenuidad una connotación infantil que la hace sexualmente atractiva. Los mohines y mimitos femeninos forman parte del estimulo en el cortejo y muchas mujeres los utilizan en sus relaciones. Los hombre utilizan como expresión de cariño diminutivos o referencias infantiles como “nena”, “muñequita” y demás. En inglés, llamar “baby” a la persona estimada es común, mientras que en español la traducción no resulta aceptable: difícilmente el apelativo “bebé” resulta estimulante.
Los juegos en los que la mujer se disfraza de niña o de escolar para el encuentro sexual forman parte de un fetichismo hacia lo infantil. Lo mismo ocurre con la depilación genital de las mujeres, cada día más común, aceptada e incluso exigida por los hombres. La depilación genital forma parte del estándar en la filmografía porno, originada en las productoras de cinema pornográfico norteamericano.
La glorificación del poder de seducción de las adolescentes, descrito en el personaje de la “Lolita” literaria, ha servido de excusa para justificar una pulsión obsesiva con el atractivo de la trasgresión. Desde ahí puede ser fácil derivar la pulsión sexual de la representación fetichista a la preferencia directa por la realidad, sobre la que se añade el ejercicio y ansia de poder.
Podemos despepitarnos criticando a los perversos, pero las raíces de su perversidad se pueden encontrar en modas y preferencias arraigadas en nuestra cultura de las que todos participamos. En el tema de abusos sexuales los únicos inocentes son las víctimas.
X. Allué (Editor)