Era alrededor de medianoche cuando, diciendo adiós a los otros moteros que conocí en el ferry, desembarqué en Vaasa, cuyas calles estaban, a esas horas, prácticamente vacias. Me llevó más de la cuenta encontrar el alojamiento que había reservado, porque el lugar no tenía letrero, estaba en un barrio sin iluminación ni nombres en las calles, y el GPS insistía en llevarme al sitio equivocado; de modo que, cuando por fin llegué, mi huésped estaba ya algo impaciente. Se trataba de una casa monofamiliar, vacía, que el dueño alquilaba por habitaciones, con derecho a baño, cocina y salón, aunque esa noche era yo el único inqilino. Como el hombre, bastante tiquismiquis, tenía prisa por irse a la cama, fue parco en explicaciones y rápido en solicitar el pago; sólo efectivo, por favor. No bien satisfice el importe, dejó sobre un mueble la ficha de hospedaje para que la rellenase luego, me dio una serie de instrucciones bastante restrictivas y se despidió.
La acogida no había sido muy cálida, pero poco me importó, porque yo también tenía sueño y lo único que quería era ducharme y acostarme. En cuanto me desperté por la mañana, recogí las maletas sin tomar un café siquiera, las enganché en la moto y me largué, dejando la ficha en blanco. Esa misma tarde el fulano me envió un email algo impertinente, afeándome la falta de formalidad y requiriendo mi filiación, a lo que cortésmente respondí que se sintiera en libertad para inventarse unos datos cualquiera, y que podía contar con mi discreción de cara a las autoridades fiscales y policiales. No volví a saber de él.
El día era soleado y radiante. Como ya me tocaba cambiarle el aceite a la moto, la llevé al taller, pidiéndole de paso al mecánico que le echase un vistazo al ruido que lleva martirizándome todo el viaje; pero, como suele suceder, una vez allí el ruido no dio la cara. El cambio de aceite me costó setenta y cinco euros más el filtro. Un abuso, pero no mucho peor que algunos talleres en España.
Andrej (un motero que conocí en el ferry hace unas semanas antes) vive en un lujoso apartamento con hermosas vistas y gustosamente decorado, sito en una zona céntrica de Vaasa, que es a su vez una ciudad bonita y de fácil trazado, con bastante ambiente y abundancia de bares, restaurantes, tiendas y demás comercio. Al igual que otras ciudades escandinavas de mediano tamaño, está llena de inmigrantes negros. Al parecer, la primera oleada vino de Asia y, como eran trabajadores y sociables, la población los aceptó de buen grado y se integraron pronto y bien. Pero en la segunda oleada llegaron los Somalíes, y por lo visto eso fue ya otro cantar: bastante menos inclinados a trabajar que los primeros, menos abiertos también, hicieron gueto y se engancharon a las ayudas sociales, a la sopa boba del subsidio que les pagan el resto de finlandeses y, en parte, también los demás europeos. Hoy puede verse a los somalíes por ahí ociosos, disfrutando del dolce fare niente y el milagro del todo gratis. No se lo reprocho a ellos, sino a los gobiernos europeos.
Andrey y yo cenamos en casa de su tía Marta, una de esas mujeres con instinto de matriarca que lo hacen a uno sentirse a gusto desde el primer momento. Tenían una animada reunión familiar (como las que le gusta organizar a mi madre siempre que puede) y me recibieron como a uno más. Pronto se ve que son gente culta, educada y con esa elegancia natural que, pasada la infancia, ya no puede aprenderse ni comprarse en la vida. Al regresar al apartamento, Andrej se puso sentimental contándome sus problemas con la ex-mujer, cosa que no dejó de sorprenderme, dado lo reservados que solemos ser para los temas personales. Pero me gusta que haya quien te cuente sus penas sin vergüenza de mostrar los sentimientos a un cuasi-extraño.
Finlandia es un país grande, poco poblado y con una miríada de lagos, y todo finés que se precie tiene una kesämökki (cabaña de verano), normalmente a la orilla de un lago, donde suelen pasar algunas semanas en el estío, se reúnen con los amigos o la familia, hacen barbacoas, disfrutan de la sauna y lo que se tercie. Pero como en estas latitudes el verano acaba pronto, el último fin de semana de agosto celebran el final de la temporada, de modo que el campo esos dos días se llena de urbanitas que por la noche encienden hogueras o prenden algunos fuegos artificiales y se divierten como pueden.
Hogueras y luminarias a la orilla del lago. Se festeja el final del verano
Dio la casualidad de que mi visita a Andrej coincidió con ese fin de semana, y me invitó a compartirlo con él y sus dos hijas en Jakobstad (que el nacionalismo finés ha rebautizado como Pietarsaari, igual que en Vascongadas han hecho con todos los pueblos), en cuyas inmediaciones tienen su cabaña. Por cierto, que me pelé de frío en la moto por el camino, y ni junto a la estufa, ni luego en la sauna –que apenas cogió temperatura–, ni por la noche bajo el edredón, pude desquitarme. En cuanto se puso el sol la hierba se cubrió de rocío y yo estaba ya destemplado. Pero aun así lo pasé entretenido, charlando, jugando a las cartas y disfrutando de la compañía.
Junto a la kesämökki de Andrej, preparado para seguir viaje
Andrej insistía en que me quedase el domingo también en la kesämökki, pero no he querido abusar y, además, me conviene continuar hacia el sur sin demora para que no se me eche encima el otoño en estas tierras boreales. No tengo claro aún qué ruta tomar después, si coger un ferry a Alemania o regresar por los países bálticos, pero al menos no debo retrasarme en continuar hacia Helsinki.
Hoy, desde Jakobstad y tras otra fría jornada (esta vez de ciento ochenta quilómetros), he venido a parar a Ähtari. La verdad es que, para viajar en moto, todo lo que baje de 14 º ya es frío por muy abrigado que vaya uno; y hoy el termómetro no ha subido de 12 º.
Bajada a las habitaciones del Mesikämmen
Uno de los pasillos del hotel, que discurre junto a la roca viva
El hotel que me ha recomendado Andrej cerca de Ähtari, llamado Mesikämmen, es una centro vacacional de interesante arquitectura, edificado parcialmente hacia abajo, excavado en la roca viva y aprovechando la pendiente del terreno para dar luz a las habitaciones. Un diseño original (quizá único) en plena naturaleza, frente a un lago y rodeado de abetos y alerces. De él parten algunas sendas que se adentran y se pierden en la silenciosa arboleda, por donde me he dado un largo paseo para cubrir mi cuota diaria de ejercicio.
Vista desde la terraza de la habitación
Y al regresar me he pegado, esta vez sí, una sesión de sauna en condiciones y regalado una cena pistonuda, chuletas de reno con guarnición de verduras y una buena cerveza. La broma de hotelazo, sauna y cena me ha salido por un pico, pero, ¡qué caramba!, ¿para qué quiere uno el dinero, si no?
Costillas de reno con una buena cerveza
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