Si uno quiere vivir tranquilo y sin sobresaltos y sin cabreos en este país, será mejor que no encienda la televisión y así no vea los telediarios, que a veces resultan tan dañinos como los llamados programas basura: unas veces me hastían por los lugares comunes de las noticias redactadas (agobiadas de muletillas) en algunos de estos informativos; otras, porque resumen el estado en el que está España, y ahora no hablo de la crisis, sino en términos generales. Dos o tres días de programas e informativos bastan para que a uno le parezca un país cansino que avanza en algunos aspectos pero retrocede en otros muchos. Entre las decisiones políticas, la tontería de unos cuantos y las ganas de transformar cosas innecesarias, acaba uno agotado. Literalmente.
En este país se lapida a los vivos y se loa a los muertos. Ha ocurrido días atrás con Paco Marsó. Yo no sé si Marsó era un buen tipo o no, ni me interesa saberlo porque no me importa. Sólo digo que hace tiempo, tal vez un año, haciendo zapping, topé con un par de programas en los que a Marsó le daban cera por todas partes, no recuerdo ahora qué le llamaron, tal vez de todo menos “guapo”, y de sinvergüenza para arriba. La impresión que me llevé es que, probablemente y si no mentían en las labores de documentación, el productor era una mala bestia, un lastre para su familia. Un año después, Paco Marsó fallece. Sus restos estaban aún calientes cuando vi otro par de programas (tal vez fueran los mismos en los que habían arrastrado su nombre por el fango) en los que ensalzaron su figura. Tuve la impresión de que estaban hablando de un hombre santo y a la vez artista, una mezcla de Gandhi y David O. Selznick, el mítico productor de “Lo que el viento se llevó”. Un lavado de cara, muy oportuno ahora que se celebraba el funeral. Sigo insistiendo en que no sé si fue un buen tipo o no, ni me importa. Lo que ofende es que sólo hablen bien de uno cuando la palma. “¡Qué grande era! Fue el mejor de los hombres”, suele decirse de quien fallece. Sé que es difícil encontrar el equilibrio, y también sé dónde no está: en la televisión.
Un incordio de este país consiste en obligarnos durante años a aprender ciertas reglas para, una vez aprendidas como nos aprendimos el catecismo en la infancia, cambiarlas por otras. En la RAE proponen que ya no se haga la distinción entre “sólo” y “solo”. Con lo que a algunos nos costó aprender a diferenciarlo en las escuelas… Tuve un profesor que me dio una regla infalible y la he seguido a rajatabla. A algunos les vendrá bien: no encontrarán ustedes un libro de Mondadori con el “sólo” así escrito. Lo de la “y” convertida en “ye” me parece una chorrada monumental, un intento por igualarnos a los hispanoamericanos. En este tema estoy de acuerdo con uno de los editores con los que colaboro: Eduardo Riestra, de Ediciones del Viento. Eduardo ha dicho en Faro de Vigo, a propósito del tema: “Sigo haciendo cosas que la Academia recomienda hace tiempo no hacer y, por el momento, seguiré acentuando `sólo´ en situaciones de ambigüedad”. Y me gusta aún más lo que añade: “En literatura, las formas dependen mucho de cada autor y el lenguaje es del pueblo y no de la Academia; si un autor decide acentuar una palabra que ya no se haga, lo respetaré”. Por mi parte, seguiré escribiendo “guión” y “truhán” y “sólo” (en los casos requeridos). Si luego los editores de los libros y de los diarios quieren cambiarlo, que lo hagan si no pueden evitarlo; no será con mi aprobación, aunque lo respete. Lo peor del tema es que, en el futuro, acabaremos obligados a escribir en lenguaje de sms…
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla
publicado el 16 junio a las 17:18
en la republica argentina pasa lo mismo,no sera parte de la globalisicion