Una colilla humeante agonizaba junto a otra docena de ellas en el cenicero. Un hombre tecleaba código en un ordenador, sudaba a pesar de tener la ventana de la habitación abierta de par en par, con una ligera corriente que hacía bailar la cortina. Aún así, sudaba. Miró el reloj de Ikea que colgaba de la pared al lado un póster de Rutger Hauer llorando: las 02:14. Noche cerrada. Aún tenía varias horas para acceder a aquellos archivos que se le resistían. El juicio empezaría a las nueve pero el abogado no pasaría por su oficina hasta las siete de la mañana y para entonces, todos los datos debían estar inutilizados. Aún había tiempo.
Otro cigarro. En la pantalla una interminable sucesión de comandos ininteligibles para cualquiera, pero no para él. Era su trabajo y era de los mejores en él. Siempre conseguía colarse en cualquier sistema informático, por defendido que estuviese. Desde pequeño había sido el raro que no jugaba al fútbol entre clases, el que no fumaba a escondidas ni se interesaba por las niñas. Nunca se había sentido integrado en ningún sitio. Por eso siempre trabajaba solo. Siempre se había sentido rechazado por todos. Esta vez había sido contratado por alguien poderoso. Alguien que operaba en la zona opaca de la ley. Las 03:50 y una y otra vez aparecía el mismo letrero odioso en la pantalla: Acceso restringido.
Sabía que se jugaba demasiado en aquel encargo y aunque no podía dejar que los nervios se apoderasen de él, una pequeña voz de pánico crecía en su interior. Sabía que en unas horas, alguien llamaría a su puerta esperando una respuesta afirmativa por su parte y aún no la tenía.
La montaña de cigarros crecía en el cenicero de manera inversamente proporcional al tiempo que le quedaba. Enter. Acceso restringido. El hombre sacudió el teclado con un golpe de puño evidenciando la enorme frustración que sentía. Se serenó y miró de nuevo el reloj. Las 07:18. Enter. Acceso restringido. Enter. Acceso restringido. Enter. Acceso restringido.
Se levantó de la silla, y se vio reflejado en la pantalla: calzoncillos, camiseta de tirantes verde y gafas de astigmático. Una ráfaga de aire se coló por la ventana y le hizo girar la cabeza para ver cómo la ciudad amanecía. La culpa era de ella, de aquella ciudad. Todo empezó a torcerse cuando se mudó allí. Siempre se había sentido un extraño en aquel lugar. Como si la propia ciudad no le admitiese.
Ruido de nudillos en la puerta. Las 07:25. Habían venido a matarlo. El hombre encendió un último cigarro, ignorando al hombre que llamaba insistentemente y se acercó a la ventana. Aquella ciudad había sido un fiel reflejo de su vida entera y en última instancia como aquellos archivos fatídicos a los que no consiguió entrar a tiempo: De acceso restringido.
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