«Los soldados reptan entre el barro y el agua encharcada que la tormenta del amanecer ha dejado en la zona. La cota 42 se les resiste desde hace ya muchos días. Ni el apoyo aéreo ni los bombardeos constantes con las baterías de cañones situadas detrás de la posición que ocupan ha conseguido que los enemigos retrocedan un centímetro»
‘Constantemente, claro está, también ellos recibirán pepinazos venidos de la otra parte’. «Los caídos tienen que ser numerosos pero siempre de los nuestros», escribió. Dejó la pluma sobre el escritorio al tiempo que se levantaba y en modo Pensador de Rodin andante reflexionaba para sus adentros. ¿Somos los únicos que sufrimos en una guerra? Parece como que los contrarios no sufrieran en combate. ¿Dónde están? ¿Y sus muertos? ¿Acaso no existen? Si el enemigo no tiene rostro, ¿contra quién se lucha? Todo esto pensaba Alberto mientras se lavaba los dientes mirándose en el espejo de su pequeño cuarto de baño. ‘Quizás es que no hay enemigo y todo es una invención, una patraña’. El fuerte frufrú del cepillo al frotarse con energía las piezas dentarias se transformó en otro sonido mucho más líquido, más claro, más limpio: era el agua del vaso que tras introducirla en la boca Alberto movía con satisfacción llevándola de un carrillo al otro y que, tras cuatro o cinco buches, lanzó con acierto hacia el desagüe del lavabo por donde el fluido, convertido en una especie de infusión blanquecina algo espumosa, se perdió. Repetiría esta acción dos veces más.
Las tareas domésticas y de pura supervivencia Alberto las tenía completamente mecanizadas, las ejecutaba sin tener casi conciencia de ellas. Desde hacía varios días sólo un asunto ocupaba su mente: ‘¿Contra quién se lucha en las guerras modernas? ¿Dónde está el enemigo en ellas?’ Creyó oportuno volver a repasar siquiera mentalmente toda la secuencia que había ideado y dejado ya medio escrita en papel la noche anterior. Lo de la cota 42 le pareció demasiado rebuscado. Lo sustituiría por una imagen del Mando Mayor en torno a una mesa en la que sobre un mapa de la zona hubiese piezas de distintos colores que sirviesen para identificar los diversos cuerpos de ejército, tanto propios como del enemigo. Los miembros de este Mando serían militares y uno o dos civiles. ‘Sí, conviene siempre introducir algún elemento que perturbe el conjunto a fin de poder justificar más tarde la insumisión, la traición, la cobardía, la deserción, el levantamiento o cualquier otra variación posible dentro del limitado juego de posibilidades’.
Siguiendo con su comedura mental Alberto no sabía cómo transmitir al espectador la idea de combate, de lucha entre las partes. Y es que, se decía, en las guerras de hoy sólo se ve a uno de los contendientes, bien al que ataca, bien al que recibe los ataques. No hay interacción entre los combatientes como ocurría en las guerras antiguas donde los soldados se visualizaban mutuamente y cada uno sabía quién era el enemigo hacia el que debía de apuntar su arma y dirigir el tiro. No, ahora, el combate es unidireccional: todo se hace y se dirige hacia un ente invisible que recibe el bombazo aéreo, el morterazo, el obús… Si a continuación no se obtiene respuesta de fuego es de entender que el campo está expedito y que podemos avanzar nuestras posiciones. E imagino que al invisible enemigo le sucederá otro tanto.
Al llegar a los estudios donde se grababa la serie bélica en la que Alberto participaba como quinto guionista se dio cuenta de que hoy todo ha quedado reducido a la pobreza semiótica de buenos y malos, o sea, de conmigo o contra mí. Qué lejos estamos, pensó, de esos días en que una persona, una localidad, un colectivo, se levantaba contra algo o alguien por injusto. Estar en rebeldía, no aceptar el orden establecido, era algo digno que entusiasmaba al espectador. El rebelde era un ser heroico admirado por todos. Hoy tal héroe, tal sentimiento de dignidad, no encaja con el pensamiento que dirige la sociedad. Ser rebelde contra lo que sea no está bien visto a no ser que sea una rebeldía debidamente establecida y considerada como conveniente en el Libro no escrito de lo Correcto y lo que no.
Alberto llegó a la conclusión de que después de todo la secuencia ideada no le había quedado tan mal. Era verdad que sólo se oían bombazos, que sólo se veían, hermosos en su color, fogonazos que llenarían la pantalla, y que los cuerpos de soldados en el fango con la cara entintada de camuflaje siempre resultaban muy cinematográficos; pero lo mejor era que al no verse al enemigo, a ese supuesto rebelde contra el que se combatía desde nuestra incuestionable legitimidad, tampoco se le vería sufrir por las heridas recibidas y mucho menos morir. La sociedad actual, en su cinismo, teoriza mucho sobre la rebeldía al tiempo que la combate escondiendo en lo posible el dolor cruento que su represión ocasiona. Hay que evitar siempre la incomodidad en el espectador, que no se adivine en su rostro un rictus de desagrado, no hay que suscitar en él una brizna de rebeldía.