La acción es un elemento constitutivo de nuestra humanidad. Dicho al contrario: la inactividad, el ascetismo, la abstención, son fórmulas todas de una privación que en cuanto tal, resulta negación de nuestra constitución, rechazo determinado a las determinaciones por las que existimos. La experiencia ascética, una manifestación de esta actitud, que rechaza el mundo, que niega la participación en el mundo, implica la renuncia a esta parte de la humanidad que nos une al mundo como el embrión al útero de la madre: la actitud ascética es, en general, limitación en cuanto negación, por tanto, realización infructuosa, frustración.En un pasaje de su Testamento, Rilke llama a la actitud ascética “cobardía de la fructificación”. En el asceta se niega el fruto, por tanto, también la palabra, en la medida en que la palabra es un fruto de la actividad intelectual humana. En lugar de ello, se eleva el silencio a categoría moral y ontológica, como modo ético del comportamiento humano y también como modo cognoscitivo, en cuanto el silencio es también superación de la palabra, acercamiento al absoluto. Esta actitud vital, modelo de existencia y patrón moral y de conocimiento era extraña al espíritu de Aristóteles. Para el estagirita, “ Quien no necesita o prescinde de la ciudad es una bestia o un dios”. El ascetismo -ya sea en sus manifestaciones filosóficas, como en los epicúreos, que vivían al margen de la ciudad, o como en las primeros monacatos de Egipto- supera por lo alto el nivel ontológico del ciudadano, al acercarse al dios, es decir, al extremar la posición que el hombre tiene en tanto ciudadano en su relación con el cosmos y los prágmata, los asuntos humanos.
Por ello mismo, no puede considerarse la actitud del asceta, de aquel que se comunica en silencio y soledad con los dioses a través de los ritos y el silencio, como un hombre que trata de reducir a lo esencial su ser, purificándose de lo exterior, cuanto un hombre que lleva a cabo una especie de hybris invertida: al pretender superar su condición constitutiva mediante su renuncia a realizarla, el asceta se coloca en el lado de los dioses- como el cínico, al estilo de Diógenes, se había colocado en el lado opuesto, el de las bestias-. En efecto, el asceta niega su condición no para rebajarse a lo esencial- como cree- sino para superar esa condición, cometiendo de este modo un acto claro de hybris, que niega en lo fundamental su aspiración a la humildad y al despojamiento de sí mismo.
Esto último nos debería indicar, en efecto, el lugar propio de nuestro ser en el mundo a la vez que el lugar que la acción en el mundo ocuparía con respecto de aquel lugar ontológico. Luego de la modernidad filosófica, que nos separa para siempre del espíritu griego y sus condiciones particulares, la respuesta a la pregunta sobre el lugar que ocupa la acción en la productividad de la subjetividad humana se vuelve más compleja a la vez que necesaria; cuando la democracia deja de constituir un recinto cercano y común en el que la carne del ciudadano participa directamente, transformándose por el contrario en un procedimiento abstracto, lejano e indirecto, la pregunta sobre la acción y sus posibilidades se torna urgente e inevitable. Hay que esperar a Marx para invertir siglos de filosofía en los que la acción se había circunscrito a la moral interna o a los procesos subjetivos para traer de nuevo a la escena la acción del sujeto sobre su mundo, que se había roto después de los procesos de modernización y emancipación burgueses. En definitiva, se trata de vincular de nuevo el mundo a un sujeto que lo ha perdido, que no se entiende con él, que lo considera extraño. La Entfremdung, el proceso de extrañamiento, no es otra cosa sino eso: lo que constata la pérdida del mundo en relación con el sujeto. Hoy la pregunta por la acción vuelve a ser necesaria, toda vez que en ello se juega también el destino de nuestra propia condición humana.Si de lo que se trata es, como pensaba Nietzsche, de “llegar a ser lo que somos”, recordando la máxima pindárica, la reconsideración de la acción y de los lugares que el mundo nos ofrece para llevarla a cabo es vital. No se trata, en todo caso, y según una formulación liberal moderna, de “estar concienciado con los problemas de la sociedad”, o de ser un “activista social”, sino de comprender que ese tipo de compromiso es consustancial a nuestra condición vital básica, en cuanto afecta a la relación entre nuestro yo y el mundo que le da cobijo. Tampoco se trata de “traer el paraíso a la tierra”, como denuncian los críticos del marxismo, cuanto adoptar el principio aristotélico que nos lleva a realizar nuestra condición, no a superarla mediante la negación- ascetismo- o a negarla simplemente -como en el individualismo moderno-.La cuestión “social” es algo más que un compromiso moral o ético con nuestra sociedad; se trata, en suma, de la cuestión que nos une al mundo al que pertenecemos; que convierte nuestros actos y nuestros pensamientos en algo más que en un abstruso laberinto por los recintos cerrados de nuestra subjetividad, y que nos abre, de forma dialéctica y solidaria, a la realidad exterior, a ese mundo no regido por ninguna exterioridad metafísica o trascendente, sino -y a pesar de muchos- por nuestras fuerzas activas, sean estas conscientes o inconscientes.