La vida de Neil Young había sido dura desde 1971.
En el momento en que es llamado como invitado para participar en el concierto de despedida de sus compatriotas canadienses The Band, casi no se sostenía de pie.
La muerte del primer guitarrista de sus Crazy Horse, Danny Whitten, por sobredosis en el 72, de la que se sentía bastante culpable (por no darle importancia a sus problemas o creer que eran como los de los demás), el nacimiento de su primer hijo, Zeke, dos meses antes, con parálisis cerebral, algunas compañías poco recomendables y especialmente la del dulce y ardiente José Cuervo y el creciente espanto de su sello discográfico por el tono que tomaba lo que estaba grabando últimamente, que se alejaba cada vez más de los éxitos de hacía pocos años, le habían dejado en un estado en el que fácilmente cualquier pequeño movimiento hubiese acabado con su carrera.
En esos días de finales de noviembre de 1976 faltaban pocos meses para que la revolución punk estallara a orillas del Támesis y Neil recuperara un inesperado sentido (que no un marco ni un torrente donde dejarse ir; un sentido que no tendrá continuidad hasta la publicación de "Re-ac-tor" en 1981, con la "nueva ola" agonizante en la playa) para su música, porque tras el chasco de "Time fades away", ni la reunión de su banda ya con Frank Sampredro como nuevo guitarrista, ni el muy falso optimismo que desprendía "On the beach" ni siquiera el apoyo del propio Rick Danko (Reprise archivó sirviéndose de su comentario, convirtiéndolo en consejo, las sesiones de grabación de "Homegrown", una colección de canciones acústicas hundidas en la más absoluta oscuridad) parecían poder revertir la espiral en que venía envuelto desde hacía años.
Nada heroico ni épico ni muy significativo tiene todo esto e imagino que es estrictamente superfluo conocerlo para muchos.
Es simplemente la muy manida historia de un hombre con tanto talento y éxito como problemas, entregado a vicios, con más posibilidades de despeñarse que de reconducirse.
Pero desde luego puede ayudar a desentrañar un momento de cine sublime.
Cualquiera que haya seguido más o menos de cerca tanto el rock como el cine de los 70, sabe que una de las anécdotas más comentadas acerca de la película "The Last Waltz" es el hecho de que se adivina un resto de cocaína en la nariz de Young cuando canta junto a The Band el tema "Helpless".
Un detalle minúsculo, aunque llamativo, que ha acabado fagocitando y ensombreciendo esa filmación de "Helpless", que me parece precisamente no sólo la cumbre de Martin Scorsese, sino la más desgarradora y veraz captación que el cine nunca ha conseguido de un músico real ejecutando en directo una de sus canciones.
No porque se trate de una gloriosa resurrección sino porque consigue aprehender la más desnuda verdad.
En apenas cinco minutos y medio, Scorsese registra, sin mover la cámara un palmo, sin que parezca que haya público o no sea importante cuánto ni cómo disfrute, a escasos metros de los músicos, sin adornos ni arabescos que valgan, a un músico, lúcido en medio de su caos vital por mor de una circunstancia especial, que es, muy resumido y sublimado, tanto como todo lo que alguna vez fue el rock and roll.
Ahí está, sin trucajes ni forzados alardes, la camaradería (Neil entrando agradeciendo humildemente la "oportunidad" de estar allí a Robbie Robertson, que no da crédito a semejante confesión; la discreta silueta de Joni Mitchell haciendo coros; las sonrisas de Levon Helm y Danko comprobando lo entusiasmado que está Neil...), el feeling (el estremecimiento de Neil cuando empieza a recordar esa ciudad del norte de Ontario donde su mente suele llevarle, a la que ama tanto como quizá odia; Rick y Robbie mirando instintivamente al techo del local cuando Neil habla de la esa luna amarilla que brilla en la noche; su despedida un poco cortante y absurda, lógica en alguien que perdía el norte cuando la música se apagaba...), la brutal sinceridad, la improvisación y el tanteo... nadie había más helpless que Neil Young aquella noche de noviembre sobre la Tierra.
Es en esta película donde nace y también donde perece el Scorsese más dotado, no el que hábilmente utiliza canciones como el ideal acompañamiento de tantas escenas (imposible disociar tantas de Ronettes, Clapton, Jeff Beck Group... hasta Devo de "Mean streets", "Goodfellas" o "Casino") o se aprovecha y guía de una portentosa BSO ("Taxi driver", que le debe demasiado en mi opinión a la subyugante balada creada por Bernard Herrman), sino el Scorsese que filma(ba) como pocos o como nadie la música.
No sólo esa electrizante "Helpless", cualquiera de esas canciones modélicamente escenificadas de la banda o sus amigos (una lección constante de ángulos de cámara, conocimiento de las estrofas, carácter y relación de los invitados con la banda...) incluso el hermoso plano desde un coche por las calles de San Francisco que "encuentra" la cola de espectadores esperando para entrar al Winterland Ballroom o hasta la enlatada (en estudio, sin público, patentemente retocada) "The weight", la canción buñueliana por excelencia (cosa que Scorsese no debió advertir o no quiso utilizar), que corta la respiración por un extraordinario travelling lateral de acercamiento a Levon Helm en el primer estribillo.
Pero el rostro de Robbie Robertson al comienzo del film, relajado, enérgico, es una contradicción en sí mismo.
Ni quince años de existencia en una era donde los grupos asentados podían vivir más sin grandes dificultades, un estatus indiscutible en el negocio, una amistad desde finales de los 60 consolidada en alianza nada menos que con Bob Dylan, un panorama aún estable para su abanico musical (por mucho que no incorporara las novedades que traía la música negra), pocas tensiones internas... ¿una banda despidiéndose tan joven? ¿por qué?
El paralelismo que Scorsese parece hacer entre ese final inesperado (justificado forzadamente al comienzo del film, sin gran convicción delante de las cámaras porque debía ser lo primero que cualquier fan se preguntaría) de una banda mítica (pero no tan famosa, muy "local", nada espectacular, un crisol de una parte importante de la música americana desde Charley Patton) y el supuesto final de una forma de entender el rock n' roll tiene un aroma elegíaco un poco gratuito.
Desde la primera vez que se ve el film, se puede ya intuir que las pequeñas entrevistas e insertos entre canciones tienen un aire a veces tenso, otras artificioso, las más de las veces parecen innecesarios.
Todo el escrupuloso respeto y la sobriedad de la parte musical, fulgurantemente plasmada en celuloide con calidez y esmero, se interrumpe con estos interludios, en los que Scorsese parece mucho más consciente de ser cineasta y de "intervenir" en el material que cuando culmina todo el trabajo de disponer luces, micrófonos y todo lo necesario para grabar las canciones, donde se muestra como un privilegiado fan. Toda una declaración de su naturaleza como realizador.
No hace falta conocer mucho de los entresijos del rodaje para advertir que cualquier encuadre (y especialmente reencuadre) al rostro de Robbie Robertson "delata" a Scorsese.
Ni el ya consagrado fuera de la banda Rick Danko, ni el equívoco hippie Richard Manuel ni el líder en la sombra Levon Helm, ni el tranquilo Garth Hudson toleraban que Scorsese, por razones "personales" en las que será mejor no entrar, siempre preguntara y presentara a Robertson como el portavoz del grupo, el que quizá había decidido dar por terminada la aventura de la banda.
Estaba Scorsese practicando, quizá sin ser muy consciente de ello, un ejercicio discutible: filmar la despedida de un grupo que él mismo había estado contribuyendo a propiciar en toda la génesis del film.
Enaltecido por ese joven y entregado cadáver, Scorsese lo vampiriza en "The Last Waltz" tanto como Wenders lo hace con el viejo y aún resistente de Nicholas Ray en "Lightning over water". Lo que una tiene de celebración y la otra de réquiem enmascara una misma voluntad de servirse, un tanto impunemente, de la grandeza exhalada por los protagonistas.
Nada tiene de extraño que la siguiente película de su carrera, "New York, New York" sea una reconstrucción porque esa será su aspiración recurrente desde entonces, evitando estadíos intermedios.