nombre masculino
1. 1.
Voz más aguda que la natural, que se produce voluntaria o involuntariamente al hablar y sobre todo al cantar.
"empezaron a lanzar gritos en falsete e histéricas risitas"
2. 2.
Puerta pequeña y de una hoja, para pasar de una habitación o sala a otra.
Este es el primer resultado que arroja Google cuando uno busca el significado de “falsete”. Una salida de tono, una ligera distorsión de la voz, una impostación que puede ser incluso involuntaria pero que en ningún caso es natural; y también el hueco que nos permite pasar de un espacio a otro, cambiar de lugar, deslizarnos subrepticiamente o al menos con cierta discreción en un ámbito vecino. El buscador no lo dice, pero también es el título de un libro de Ever Román, publicado por Arandurá (Asunción, 2016).
Dice Humberto Bas en la contratapa del libro que Ever escribe con la frescura y la displicencia de los maestros. Yo no sé si es cierto, al menos no son esos los adjetivos que se me ocurren cuando lo leo. Sí creo que Ever domina una prosa que se despliega sobre la página como un batallón de infantería y avanza sin detenerse hasta aplastar cualquier obstáculo. Ese avance puede resultar desprolijo, a veces, pero es siempre eficaz. Por eso es admirable. Nada más lejos de sus intenciones que la corrección, política o estilística. Ever no escribe como se debe, no escribe correctamente. Por eso nunca lo va a editar Eterna Cadencia. No antes de que le den el Premio Nobel. Porque si algo distingue a los escritores que valen la pena es lo poco que se ajustan a la norma. Y con Ever pasa eso. Parece que nunca hubiera participado de un taller literario. Y sin embargo, te aplasta. Porque su narrativa es tan potente que convierte lo que en cualquier otro sería pedregullo en una bala tumbera. En eso se parece a sus maestros. Porque nadie nace de un repollo y cualquiera advierte que si Ever leyó con atención y provecho a Thomas Bernhard (y algo del aliento largo y entrecortado del austríaco está presente en sus cuentos, más como una mirada sobre lo real que como un modo de escanciar la frase) lo mismo hizo con Gombrowicz. Hay en Ever una obsesión por la máscara, la identidad, la construcción social del sujeto y los mecanismos por los cuales uno deviene argentino, estudiante, empleado bancario, peronista o hincha de Independiente. La militancia de izquierda, en Chupetines, o la estrategia del empleado público para dotar de sentido un puesto burocrático que es apenas un sueldo en una repartición y cuya inanidad solo puede conducir a la locura en La Venus de mantenimiento, hablan justamente de la tensión entre los condicionamientos externos y la libertad a la que todos nos vemos sometidos, y que finalmente nos convierte en lo que somos, si es que somos algo. Y es en esa tensión, justamente, donde se instalan los cuentos de Ever. Un desplazamiento imperceptible convierte la tragedia en una farsa. Condenados a actuar de lo que no somos, hacemos lo posible por cumplir correctamente el papel asignado. Empleados públicos sin ocupación fija, estudiantes universitarios volcados a una militancia desquiciada, poetas que organizan lecturas y riñas callejeras, compañeros de juego del hijo de un dictador obligados a improvisar con angustia la construcción de un verosímil, negocios turbios, papeles falsos, apodos, identidades dudosas, profesiones absurdas. En el mazo de cartas de lo real todos los naipes están marcados, porque la ley organiza en sí misma su propia trampa, y en el sustrato último de toda realidad se adivina el doble fondo. Así es el mundo de Falsete. Puede parecer oscuro o desesperante, pero también es liviano y grácil como un bailarín de tango entrado en carnes (Virulazo) o un crack de fútbol del ascenso, retirado hace años, que se prende en un picado de barrio y con dos amagues nos deja a todos en ridículo. Porque la prosa de Ever nunca pierde el humor, ese antídoto de la lucidez contra el embole de la indignación moral y el rezongo estéril.
Nada más. Leánlo, si pueden.
ESTEBAN CANCIO