Revista Cine

Acerca de “La pianista”, de Elfriede Jelinek

Publicado el 18 marzo 2010 por Avellanal

Se suele decir que Elfriede Jelinek es una escritora feminista. Ella mismo lo certifica cuando afirma que toda mujer capaz de pensar no es otra cosa que una feminista. Sin embargo, estimo que el encasillamiento, como todo encasillamiento, es en parte frágil y poco clarificador. Porque en sus obras, y especialmente en La pianista, las mujeres no son meras víctimas del sometimiento masculino, sino que asumen el rol de cómplices. Y la complicidad, como se sabe, no exime de cierta responsabilidad.

Nacida al año siguiente de finalizada la Segunda Guerra Mundial, en una pequeña ciudad de la región de Estiria, Jelinek creció conviviendo con un padre deteriorado por una enfermedad mental y una madre en extremo dominante. Friedrich Jelinek, químico de ascendencia judía, había sobrevivido al nazismo gracias a que sus investigaciones revestían una importancia capital para la industria bélica. Fallece prematuramente dentro de una clínica psiquiátrica en 1969. Por su parte, Elfriede comienza a estudiar Teatro e Historia del Arte, pero muy pronto debe abandonar la universidad, pues su grave estado psíquico la conduce a un aislamiento absoluto: durante todo un año jamás sale de su casa. En los setenta, empieza a encontrar su lugar en el mundo: obtiene su diploma de organista en el conservatorio, gana premios por sus piezas radiofónicas, ingresa al Partido Comunista Austríaco y se casa con Gottfriend Hüngsberg, quien alguna vez fuera compañero de andanzas de Fassbinder.

Cuando en 2004 se enteró que había recibido el máximo galardón literario de este mundo –lo que significó una especie de azote o flagelo que la justicia poética arrojó sobre la Austria más conservadora–, Jelinek expresó: Es un gran honor, pero siento más desesperación que alegría. Si es cierto que uno puede llegar a conocer íntimamente a un escritor por medio de sus obras, he de decir que dicha declaración no me sonó a pose; por el contrario, me pareció muy sincera. Por supuesto, después no acudió a Suecia, alegando que la exposición pública podría hacerle mal. En otras palabras, la vulnerabilidad asociada con una negativa radical a doblegarse ante las convenciones de la industria cultural. Esa desesperación y esa fobia social que manifiesta Jelinek, se hacen presente de forma manifiesta en La pianista, una novela en que la experiencia lectora, lejos de llevarse a cabo bajo las trazas del placer, se ve amenazada constantemente por impiadosas rémoras, ora de forma, ora de fondo, que alejarán de los dominios de Erika Kohut a los lectores de estómagos sensibles o acostumbrados a propuestas estéticas más bien usuales.

La obra, llevada al cine por Michael Haneke en 2001, es, según la propia Jelinek, su texto más personal y lacerante a la vez. Es difícil precisar sobre qué versa una novela que no encaja en los cánones clásicos y que acapara tantas connotaciones en sus menos de trescientos páginas. En primera instancia, trata sobre la relación enfermiza y con tintes perversos, entre una madre y su hija. Erika Kohut es una mujer de mediana edad que siempre ha vivido bajo la égida absorbente e inflexible de su progenitora –de la cual jamás conocemos el nombre–, quien la adiestró desde niña para convertirla en un prodigio de la música. Al llegar al concierto de fin de curso, Erika fracasa rotundamente, y en adelante su brillante futuro como concertista muda en un vulgar trabajo como profesora de piano. Un destino diletante y antimusical escogió a Gulda y a Brendel, a Argerich y a Pollini, entre otros. Pero sin titubear pasó dándole la espalda a Kohut. Conviene tener en cuenta que el destino se pretende imparcial y que no se deja engañar por una larva encopetada. Erika no es guapa. Si quisiera serlo, la madre se lo prohibiría de inmediato. Erika estira en vano sus brazos hacia el destino, pero el destino no hace de ella una pianista. La arroja contra el suelo como viruta de madera.

La asfixiante presencia y el despiadado egoísmo de esta madre, que controla todos los resquicios vitales de su hija –con quién cruza una mirada, qué come, cómo viste, a qué hora llega a casa– desembocan en la completa anulación de Erika, en la condena a una existencia anodina y grisácea, desprovista de todo atisbo de emoción: un fluir vacuo de rutina sistematizada que, en el fondo de sus entrañas, atormenta sobremanera a la profesora y sus instintos libidinosos apagados desde hace décadas. Sin miembros masculinos en el pequeño apartamento que comparten –el marido-padre murió en una institución psiquiátrica hace tiempo ya–, la vida de Erika se reduce a las clases de piano, a la compra de vestidos que jamás usará, y a su madre. Mantiene, en definitiva, una relación de amor-odio con su carcelera, que se trasunta en el paso repentino de una brutal pelea en la que se arrancan mutuamente los pelos, a una escena de redención cargada de patetismo y erotismo incestuoso, en la que Erika se arroja sobre la humanidad de su ascendiente y, de forma alocada, comienza a cubrirla de besos y más besos.

En la primera mitad del libro, la densidad impregna a las escenas descriptas. La autora pinta un fresco repleto de actividades seriales, construye un tiempo circular basándose en las conductas consuetudinarias que invaden los días indiferenciados de la profesora, y tan sólo da paso a un respiro al rememorar la época en que la Kohut todavía no había arruinado su carrera, o cuando se detiene en su única vía de escape actual, esto es, las andanzas que protagoniza como voyeur por sórdidos rincones de Viena. Gélida, Erika espía escondida entre matorrales a parejas que mantienen relaciones sexuales en un parque público, o concurre a peep shows, donde simplemente se dedica a mirar, recluida en la impunidad, en la soledad que brindan esas cabinas que apestan a semen y desinfectante. Erika mira atentamente. No para aprender. En ella nada se conmueve ni se excita. Pero aún así tiene que mirar. Para su propio disfrute. Cada vez que piensa en irse, algo le dirige enérgicamente la cabeza bien peinada hacia la ventanilla y sigue mirando. La plataforma rotatoria en que se encuentra la bella mujer continúa girando. Sigue y sigue mirando. Ella es tabú para sí misma. Nada de tocarse.

De allí en adelante, el libro sufre un punto de inflexión, y se encolumna tras la tortuosa relación que la señorita K. entabla con Walter Klemmerer, uno de sus alumnos más aventajados. Klemmerer es joven, fuerte, atractivo, simpático, amante de  la naturaleza y excelente deportista; representa el universo de los sentidos, aquél que le ha sido negado sistemáticamente a su profesora. Asusta, al avanzar las páginas, comprobar cómo Jelinek se las arregla para crear un magma lingüístico en el que narra una estética del asco y la desmesura con una glacial naturalidad, que termina resultando tan angustiosa como hechizante. La autora austríaca aprovecha asimismo para ajustar cuentas con su propio pasado, y sin piedad, con la sociedad de su país, al atacar primero las pautas morales pétreas, y al trazar una crítica despiadada de la podredumbre que subsiste en un pueblo incapaz de asumir su pasado (resabios inocultables del nazismo): el dedo en la llaga.

Se nota que la poco querida Elfriede no exagera un ápice cuando asegura que la furia es el motor a partir del cual nace su escritura. La furia forjada por las injusticias, del tipo que sean. Por el sistema de valores machista, patriarcal, o por las injusticias políticas y sociales en general. Y esa furia se traduce en unas formas narrativas tan poco amenas como nada agradable resulta la propia inmersión en la aciaga existencia de Erika Kohut. Su lenguaje y su capacidad revulsiva arrasan con todos los preconceptos sobre el orden natural de las cosas, y quizá por eso, al terminar de leer La pianista, a uno le queda la sensación de haber recibido un golpe preciso y áspero allí donde más duele.


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