Recuerdo que la noticia me alcanzó no un 12 sino un 13 de noviembre, fue como un balde de agua fría sobre un pecho ardiendo, miré consternada la nota fúnebre. David Silveti había muerto. Mi David, mi Torero, había muerto por propia mano, qué temarario. Pero qué otra cosa podría haber sido sino eso, si se no sucumbe ante el toro, por qué darle oportunidad a la vida de esas formas vulgares con a veces se lleva a los grandes.
Pero ese día yo sufrí, y prolongué el dolor como si de un muerto muy mío se tratara. Llevé el luto hasta la escuela y a pesar de las burlas por mi pena, me mantuve firme y fiera: ellos qué podrían saber acerca de la muerte, mis compañeros eran tan solo alumnitos de preparatoria que nada de la Fiesta conocían.
La muerte es, luego de convertirte a la tauromaquia, una construcción distinta. Yo me sentía triste, en llanto sincero, desmesurado, mi mamá también lloró, mi abuelito decía que era lógico, natural, un torero de su tamaño no podía darse el lujo de respirar fuera del toro.
Hoy tras ya algunos años veo en su hijo el candor de su torería, su sonrisa franca, su seriedad, sus ojos toreros, su amor por el toro, su destreza con los trastos, su entrega al tendido. Y cada que me entero de algo bueno sobre su hijo pienso mucho en él. En la quietud de sus talones, en su afán de volver a la arena, en su arte que me eriza tan sólo de recordarle vestido de luces con la muleta alta, de espaldas al toro, sintiendo la embestida acercase en la zuela de las zapatillas.
David Silveti: por ti, torero, mi vida se detuvo, en las últimas dos faenas que te vimos mi padre, mi abuelito y yo, y cuando al abrir el periódico encontré la nota y comencé la ruta de la viudez taurina... Ojalá reencarnes en un hermoso y bravo toro de lidia.