Paseaba solo por la playa. Justo por donde las olas terminan de lamer la arena en un débil hálito de espuma. Mis pies se hundían un poco en esa arena húmeda, que no mojada. Unos metros más arriba, un hormiguero de gente caminaba por la avenida en un sentido y en otro, de La Puntilla al Auditorio, del Auditorio a La Puntilla. Yo llevaba las playeras atadas una a la otra por los cordones y colgadas del hombro izquierdo. Me recordaba aquella vieja serie de televisión de David Carradine: Kung Fu, que se recorría todo el oeste americano caminando descalzo con las botas colgando sobre su cuello. Sí, el Pequeño Saltamontes. La sensación de la arena, apenas humedecida, servía de masaje, no a mis pies, a mi ánima. A mi ánimo. También la fluoxetina hacía su trabajo, llevaba ya un par de meses ayudando.
¡Badajoz! Una, hasta ese momento, inverosímil acercanza se produjo entre ese momento en Las Canteras y aquellos lejanos años de mi niñez, pubertad y pre adolescencia. Aquellos años que poco a poco había ido enterrando, había ido ¿olvidando? No, sólo escondiendo. Como uno de aquellos judíos expulsados de España, busqué la imaginaria llave de mi casa de Badajoz, aquella llave que abría la Puerta Falsa del Patio Grande de Los Hogares. Aun estuve varios meses buscando en la arena de la playa, utilizando la linterna de la fluoxetina. No fue fácil. La llave estaba bien escondida, entre capas y capas de rencor, de recelo, de fobia incluso. Al fin, luego de levantar las distintas capas, allá, envuelta en un paño, la encontré.
La encontré y con ella, conseguí entrar de nuevo en Los Hogares. Metafóricamente primero; físicamente, algo más tarde.Y allí sigo. Sin necesidad de moverme de aquí.