Revista Opinión
El Constitucional abrió la caja de Pandora al dejar vía libre a Bildu para presentarse a las autonómicas y municipales, obligando a la ciudadanía a convertir el futuro de Euskadi en un acto de fe. Ahora que sabemos de seguro que la formación abertzale ha obtenido inmejorables resultados en decenas de ayuntamientos, el ejecutivo nos fuerza a creer en milagros. Que Bildu sea tan solo un partido nacionalista más dentro del panorama político vasco, que su incorporación dentro la escena institucional suponga un síntoma del fin definitivo de ETA.
Las emociones del ciudadano son encontradas. Por un lado queremos creer en este milagro, pero por otro lado, desconfiamos -con la razón que otorga la experiencia de décadas de embustes y asesinatos- en la buena fe no solo de Bildu, sino de ETA. No acabamos de creer sin ver y tenemos serias razones para albergar dudas fundadas. Tememos que Bildu no sea lo suficientemente valiente y que no dé el paso que se esperaría de ella en estos meses: pedir el fin de ETA, condenar públicamente cualquier acto de apología del terrorismo y centrarse en un programa político encaminado a solucionar los problemas reales del pueblo vasco, comunes a los del resto de España. Tememos que mientras no quede zanjada la disolución de ETA, Bildu aproveche su poder político para dar cancha a la banda terrorista y reactivar una cultura radical proindependentista entre la ciudadanía vasca. Sospechamos de la estrategia del PNV de aprovechar el éxito de Bildu para sacar tajada electoral de cara a las autonómicas de 2013. Y, por supuesto, nunca creeremos a ETA y sus treguas, pese a que se nos pida una fe ciega en que se acerca su soñado epílogo.
Aún no hemos visto ningún gesto realmente explícito y esperanzador de que realmente estemos asistiendo al proceso de desmembramiento de ETA, ni parece que Bildu demuestre aún en sus declaraciones un interés por integrar un discurso político conciliador. Eso no significa que la ciudadanía española no ansíe, tanto como el ejecutivo, un final feliz. Pero no puede pedírsele al pueblo que crea sin pruebas, después de tener a nuestras espaldas tantos ciudadanos asesinados y tantas promesas incumplidas. Además, independientemente de que estemos asistiendo sin saberlo al fin de ETA, resulta cuando menos inquietante el papel que puede representar la izquierda abertzale dentro de las instituciones vascas. Tener la legitimidad democrática de 700.000 vascos no asegura que no vayan a utilizar sus privilegios políticos para reinventar una nueva tipología de activismo radical desde las alcaldías. El PNV debería haberlo pensado dos veces antes de comer de este mismo plato. Bildu es desde ya la peligrosa mano que mece la cuna en numerosos ayuntamientos de Euskadi. Quizá estemos asistiendo a una etapa esperanzadora de la realidad política vasca y el consuelo del fin del terror de ETA, pero el Estado de Derecho debe estar alerta ante Bildu, legitimado en las urnas por un argumento ad hoc y con un discurso político que acabará revelándose como realmente es: un ángel caído que desea la redención política o un lobo con piel de oveja, convencido de que, ya que no puede seguir con la estrategia de la lucha armada, quizá sí pueda desarmar el sistema desde sus entrañas. No es el único caso europeo en el que grupos de dudosa voluntad democrática y discursos extremistas se cuelan en la escena política, y con no poca empatía por parte de un electorado saturado de los programas de los partidos políticos tradicionales y dispuestos a vender su bienestar al mejor postor. La crisis de los discursos políticos del siglo XX abre graves brechas desde las que se cuelan inquietantes populismos, de fuerte sesgo nacionalista y lecturas intolerantes de la realidad social. No basta con actos de fe; debemos estar alerta y tener razones para el escepticismo.
Ramón Besonías Román