Acusaciones. Etiquetas. Señales.
Rincón para pensar. Búscalo.
Tengo la sensación de que siempre hablo de lo mismo: farolas, soles y lunas, miedos, saltos hacia delante, párpados y olores. Una de las imágenes que más me gusta utilizar es la de las estanterías: todos queremos estar colocados en una estantería, en una foto con un marco bonito, que destaque nuestra sonrisa y nuestra felicidad a ojos de los demás. ¿Se oye un árbol caer en medio del bosque si no hay más que hojas alrededor? ¿Se ve una sonrisa en solitario rodeada de sábanas y restos de pesadillas? A muchos les parece que sonreír no sirve de nada si el resto del mundo no te ve los dientes.
No solo a nosotros, a los demás también les gusta ponernos el marco, ubicarnos, conocernos. Es curioso cómo se nos acusa a menudo de ser algo. Te señalan (te apuntan con el dedo, susurran a tus espaldas) y a ti te importa. Vaya si te importa. Gusta lo de las etiquetas. Pulgares arriba, corazones, estrellas. De esa manera, supongo, todos nos sentimos menos atados a esa vida de lunes a viernes, a esa pareja, a esos hijos o esos padres, nos sentimos menos normales.
Queremos ser especiales. Necesitamos ser, de esto también he escrito varias veces, estrellas de rock.
¿Cómo somos en la vida privada (el techo que ves cada mañana al despertarte) y en la vida pública (la ventana que fotografías cada mañana al despertarte para subir la foto a internet)? Hemos aprendido que, con el filtro adecuado, todos somos guapos. Sin embargo, el espejo cada día parece empeñarse en decirnos que tu cara sigue siendo la misma con la que no has ligado nunca demasiado. Tú siempre has sido más de ganártelas en la carrera de fondo de la amistad. Pringao. Nos gusta ser especiales en lo público, quizá porque en lo privado hay que ser normales y pagar a la cajera del Carrefour y las multas y poner una lavadora.
Es gracioso cómo hay gente a la que conozco en persona que me parece mucho más divertida, chispeante y mágica en las redes. Oye, que luego en persona se quedan sin conversación enseguida. Supongo que es lo que tiene no poder hablar en estados o en 140 caracteres, o no recibir réplicas de apoyo constantes.
¿De quién es la culpa? ¿Nuestra? ¿De la sociedad? (A ver quién te crees que forma la sociedad, si no somos los mismos que publicamos retazos de vida con hashtag). Nos dicen que somos guapos con el contraste y la luz necesarias y también que tenemos derecho a ser felices porque somos… somos… nosotros. Porque somos nosotros y, eh, molamos. El problema es que no todo el mundo es apto para ser esa estrella de rock. Y eso ya no mola tanto.
Hace semanas, Antonio Banderas lamentó en la entrega del premio Goya de Honor el exceso y el triunfo de la mediocridad en la sociedad actual. Y estoy de acuerdo. ¿Somos nosotros los primeros que promocionamos esa mediocridad? ¿Volamos pájaros que no existen?
Qué tipo de infelicidades no estaremos creando para que necesitemos mensajes facilones, machaconas filosofías de vida con el “cuánto vales, colega” que puedes comprar en una tienda tipo Natura por 5 euros. Quizá los refuerzos positivos que llegan de todos lados son porque recibimos demasiados mensajes negativos o, peor, indiferentes, por otros lados. ¿No? ¿No?
¿Sabes lo que te digo? Que da igual. De verdad. Da lo mismo. Si quieres vivir una vida falsa, hazlo. Si quieres publicar todo lo que se te ocurre, vamos. Lo que sea, pero no acuses ni etiquetes ni señales a los demás. Solo piensa que, cuando te acuestes, serán tus párpados los que guarden las imágenes de farolas, será tu memoria la que repita las palabras que te susurraron al oído mientras te agarraban de la cintura, serán tus labios los que se curven hacia arriba en una sonrisa cómplice que nadie verá. Y dará igual. Pero tú soñarás más bonito. Y esa mediocridad que temes quedará al otro lado de la ventana.