No hay mejor ocasión para regresar a esta privilegiada butaca con vistas que el recuerdo, todavía a flor de piel, de este último mes con «Addio del passato» en el teatro Fernán Gómez. Me resulta, lo confieso, especialmente difícil traducir en palabras la catarata de emociones que se han acumulado en mi interior en las últimas semanas. Seguramente, muchos de los que me leáis conocéis esta sensación. No me siento distinto ni especial, pero no por eso quiero dejar de compartirla con vosotros.
No me cansaré de agradecer, más que el trabajo, la entrega apasionada de todos los que han compartido conmigo esta avenura. En primer lugar, Blanca Oteyza, mi cómplice necesario, que se arrojó a esta incierta empresa sin casco ni cinturón de seguridad, y con una pasión contagiosa y desbordante. También a los actores, comenzando por Lola Baldrich, que llenó de vida y de verdad cada rincón de su Margarita Gauthier: lo mismo que hicieron con sus personajes Noemí Rodríguez, Orencio Ortega, Fran Calvo, José Emilio Vera, Rebeca Matellán y Carolina Herrera, que no pudo esta vez formar parte del reparto pero sigue siendo de la familia Addio. Y para Ruth Rubio, cuyo violín sonó cada día más emocionante. Conocerles y verles trabajar de cerca ha sido, sin duda, lo mejor de esta experiencia.
Y también va mi agradecimiento para Sara Luesma, que se desvivió antes, durante y después de las funciones para que todo estuviera en su sitio. Para Pier Paolo Álvaro, Roger Portal, Enrique González, Chus Antón, Cova Mejía, Josi Cortés, Mónica Tourón, ArTIKA Estudio Fotográfico, Pablo y Julio Martínez Bravo, y para Mariana Gyalui. Para Luis Torres y todo el equipo del teatro Fernán-Gómez. Para Conchita López Piña e Isaac Juncos, los responsables de Ediciones Antígona, por confiar en mi texto y editarlo con tanto mimo. Para todos los compañeros de los medios de comunicación que han tenido la deferencia de difundir nuestra presencia en el Fernán Gómez. Y, por supuesto, para todos los espectadores que acudieron a ver nuestra función.
Estar en este teatro ha sido un privilegio. Y durante este mes he sido consciente -más todavía- de las dificultades que entraña poner en pie un proyecto teatral, por pequeño que éste sea; del sinsabor que provoca ver un patio de butacas a media asta; de lo difícil que es atraer al público; pero también de lo gratificante que es escuchar un aplauso o ver que una lágrima se asoma a los ojos de un espectador. De lo hermoso que es escuchar su silencio atento, y ver su rostro emocionado al encenderse las luces. He podido ver cómo la función crecía de un día para otro, cómo la distinta energía del público y de los propios actores matizaba sus interpretaciones. Cómo la magia se producía una y otra noche.
No tenía ninguna duda de ello, pero en este mes en el Fernán Gómez me he asegurado de que estoy enamorado del teatro. Profundamente.