Revista Cultura y Ocio
Fui con la prevención de haber leído una crítica de Raquel Vidales de septiembre del año pasado en El País, en la que decía que, cuando salió Lola Herrera a escena en el estreno en el madrileño Teatro Reina Victoria, el público arrancó a aplaudir. Y me temí lo peor —o sea, lo mismo— aquí, en Cáceres. El personaje de la prestigiosa científica Estela Anderson (Lola Herrera) se prepara para salir de su domicilio mientras habla con una máquina que responde a sus preguntas, controla sus constantes vitales, llama por teléfono y usa un lenguaje tan humano que en pocas frases repite más de cuatro veces la palabra evento. El cambio de escena sugerido por la luz y las subidas y bajadas de unos estores blancos —como todo el decorado, muy minimalista—, nos lleva al auditorio en el que la protagonista va a pronunciar un discurso muy importante sobre un trascendental avance tecnológico; y cuando saluda con un «Buenas noches, señoras y señores» y unos aplausos enlatados, el respetable de verdad, sin encomendarse a ilusión escénica ni a cuarta pared que valgan, se pone a aplaudir. Mal augurio de algo que resultó decepcionante. Una función tan inerte y rutinaria que hasta se quedó lejos de los noventa minutos (aprox.) que indicaba el programa de mano. (Alguien a la salida nos dijo que agradecía que no hubiese durado lo previsto). Lo de anoche fue una buena demostración de que un elenco de tres buenas actrices, una directora experimentada (Magüi Mira) y una producción más que pudiente no bastan si el texto no cumple unos mínimos, si la historia no ofrece casi ningún agarradero estable para que unos medios así puedan tirar de ella y sacar adelante un espectáculo. Adictos, escrita por Daniel Dicenta Herrera —hijo de Lola Herrera— y Juanma Gómez, lleva el subtítulo de Jugando a ser dioses, que añade más confusión al batiburrillo de una historia que quiere partir de la pregunta de hasta qué punto estamos sometidos por la tecnología, o qué tipo de sociedad hemos construido y qué capacidad de reacción tiene el ser humano para cambiar un estado de las cosas. ¿Qué cosas? ¿La expansión progresiva de la desinformación? ¿O la malversación extrema de una información total y asfixiante sobre la sociedad gracias a los avances tecnológicos? Es mejor quedarse con la vacuidad de lo que uno ha visto y no leer ni la sinopsis de los autores ni la explicación de la directora que se dan como información. No aclaran; embarullan. Una acción que parte del atentado que sufre la científica Estela Anderson, de los cuidados que recibe de una eminente experta en terapia cognitiva, la Dra. Soler (Lola Baldrich), y una periodista mediática, Eva Landau (Ana Labordeta), que por solicitar una entrevista con la doctora se ve envuelta en un meollo absurdo por lo mal contado que está y lo mal constreñido a un tiempo reducido que no se sabe administrar dramáticamente. El texto no permite subrayar con buena voluntad algún valor; y sí deja patentes, por ejemplo, la banalidad del uso de algo tan básico como el teléfono en escena, con todas las posibilidades que ofrece; o la afectación de la contextualización de la doctora que lee en voz alta una noticia de una tableta electrónica. De haber sido una obra de calidad, cabría interpretarla como un gesto en homenaje a una gran actriz al final de su trayectoria, y bien acompañada por dos buenas intérpretes; pero lo que resulta es un apaño que en mi opinión no llega al reconocimiento público en escena que merece Lola Herrera con un broche distinto al de la noche del sábado en el Gran Teatro de Cáceres.