Termino de leer el libro del ganador del Premio Pulitzer, Michael Moss, titulado Adictos a la comida basura. Cómo la industria alimentaria manipula los alimentos para que nos convirtamos en adictos a sus productos. El autor se centra en la epidemia de obesidad mundial (sobre todo la de su país, Estados Unidos) y en la responsabilidad de las grandes compañías que fabrican comida.
Y escribo comida -cosas que ingerimos- porque la alimentación entendida como nutrición es otra cosa distinta.
El libro se divide en tres partes: sal, azúcar y grasa. Para Moss la grasa es el oro líquido de la industria. Un ingrediente muy barato que resulta muy adictivo para el cerebro humano y que además ofrece muchas propiedades para fabricar cosas de comer (gracias a la grasa, por ejemplo, se puede conseguir el grado de crujiente característico de las patatas fritas tipo aperitivo.
Hubo un tiempo en que las multinacionales alimentarias producían más o menos con ingredientes naturales pero la competencia por ser quien más vende entre las empresas para así satisfacer la codicia de sus accionistas, ha llevado a esta industria a una carrera por desnaturalizar los alimentos.
Y para esa competición las empresas han recurrido a los tres pilares de la comida basura y adictiva, las citadas sustancias, que está demostrado que gustan tanto a nuestro cerebro que siempre pide más.
Moss analiza multitud de productos comestibles muy conocidos como aperitivos, cereales para el desayuno, bandejas de alimentos preparados y fáciles de comer, etc. Documenta las enormes cantidades de grasa o sal o azúcar o las tres cosas a la vez que llevan; las compara con la ingesta diaria saludable. No hay duda de que el aumento de enfermedades cardiovasculares, el cáncer, la diabetes o la obesidad están relacionadas con esos hábitos alimenticios.
También entrevista a altos ejecutivos del sector “arrepentidos”, algunos de ellos auténticos expertos en justificar lo injustificable. Narra las peleas entre marcas por elevar sus ventas, por superar a sus competidores modificando sus comidas para ser más adictivas aunque ello las convierta en más nocivas. Y lo hacen mediante estudios científicos, poniendo de nuevo, como todas las grandes industrias, a la Ciencia a su servicio, desnaturalizándola también.
Las empresas emplean ingentes cantidades de dinero en estudiar nuestros gustos para fabricar lo que deseamos no lo que necesitamos desde el punto de vista nutricional. Alimentan nuestros deseos y todos contentos; población satisfecha, industria rentable.
El papel de la Administración estadounidense queda en entredicho al beneficiar con sus medidas a los fabricantes de la basura comestible. La población, bombardeada por el marketing de la industria, olvidada por una Administración permisiva y que defiende a los productores como cuestión de Estado, queda desamparada… pero encantada pues parece ser que hoy muchas personas elijen su alimentación en función del sabor y la palatibilidad, es decir de cómo sienta en la boca una comida.
Luego está el marketing de lo “saludable”. La industria debate en sus consejos de administración sobre su responsabilidad en el aumento de las citadas enfermedades pero, en general, prefiere corregir fórmulas y abusar del marketing que hacer cambios reales.
El marketing de la comida es tan abrumador que vamos a terminar creyendo que el Omega-3 de las sardinas ya corre por los montes, dentro de las vacas. Así lo cuenta el artículo Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas, publicado en la revista Opcions.
El Omega-3 es un tipo de grasa, en concreto es un ácido graso polinsaturado (colesterol bueno). Es esencial para nuestra vida y lo obtenemos por ejemplo del pescado azul, de las nueces o de las semillas de lino.
Varios estudios científicos muestran que la leche de vacas que pastan en prados o comen hierba fresca, su alimento natural, contiene la proporción recomendada, mientras que la de vacas con una cantidad elevada de piensos artificiales y concentrados poseen una mayor proporción de grasas saturadas (colesterol malo).
La industria no explica esto, en las botellas de leche se cita sólo la palabra “grasa”. El marketing hace que una leche rica en grasas “malas” porque se ha obtenido de vacas estabuladas y alimentadas con piensos, cobre un aspecto “saludable” al añadírsele Omega-3 procedente del pescado azul.
Una lógica que entiende el alimento como un objeto desmontable en el que quitar y poner piezas y no como resultado de un proceso desde la tierra y el animal. Esa concepto triunfa hoy, la comida basura de laboratorio que entra por los ojos gracias a la presión del marketing.
Pero no preocuparse, si nos pasamos con las grasas malas de manera cotidiana entrará en juego una industria prima hermana de la alimentaria, la farmacéutica. El laboratorio Sanofi y la Fundación Española del Corazón (FEC) han firmado hace tres días un acuerdo de colaboración a través del cual ambas organizaciones se comprometen a trabajar conjuntamente para concienciar y educar a la población sobre la importancia de las enfermedades cardiovasculares y sus factores de riesgo, en especial el colesterol.
Como nos cuenta en su página web la Sociedad Española de Cardiología, a Sanofi le aprobaron hace menos de un año un nuevo medicamento para tratar el “colesterol malo” llamado Praluent.Pero esto no tiene nada que ver con el citado acuerdo, seguro que uno de los platos fuertes de la alimenticia campaña (sobre todo para la FEC) es hacer presentaciones del libro en colegios y Universidades…