Revista Opinión

Adiós a Cristino, Caius Apicius

Publicado el 23 enero 2018 por Cronicasbarbaras

Pocos días antes de morir el pasado día 19 Cristino Álvarez escribió su última crónica como Caius Apicius, pseudónimo tomado de su admirado Marco Gavio Apicio, gastrónomo romano del siglo I.

Era un homenaje a la pularda, esa gallina joven que le hacía llorar de emoción cuando la preparaban como Eugéne Brazier, que en 1933 fue la primera mujer que obtuvo tres estrellas Michelin.

Cristino Álvarez tenía 70 años, más de la mitad de los cuales los dedicó a escribir al menos una crónica semanal sobre las cosas y las formas del comer que distribuía la Agencia EFE.

Cada una era una pequeña joya literaria, muestra de sus enormes cultura y memoria. Algunos de sus compañeros del bachillerato recuerdan con admiración que acercándose a la adolescencia tenía ya mayor cultura que sus profesores, los severos Salesianos de La Coruña.

Decir que este buen amigo, gran compañero, amable y conversador, que hablaba bien de todo el mundo, era un heredero de otros escritores y gastrónomos gallegos como Picadillo, Camba, el gran maestro, o Cunqueiro, es regionalizar demasiado a Cristino, aunque llevaba su galleguidad como bandera.

Él estudiaba y aprendía de gastrónomos de toda nacionalidad, primero los españoles, como del clásico del XIX Ángel Muro y sus sucesores hasta hoy, pero también de los que escribían en inglés, francés, italiano y en latín, del que le viene Caius Apicius, y a los autores de las crónicas de Indias que explicaban cómo traían a los tomates o las patatas y llevaban a América el trigo y otros alimentos “invasores” que dicen ahora los ecologistas conservadores.

Con la ayuda de Maribel Corbacho, su mujer y gran cocinera, preparaba y ensayaba platos, muchas veces antes de escribir sobre ellos.

Y, claro, este miembro de la Real Academia de la Gastronomía, Premio Nacional de Gastronomía, autor de una docena de libros, con tanta formación y talento literario nos dejaba todas las semanas joyas como la última que escribió y que se publicó cuatro días antes de fallecer en un centenar de medios de todo el mundo –traducida incluso al japonés--, dedicada a la pularda, y que es un placer saborear como literatura:

EN BLANCO Y NEGRO

Caius Apicius

Aunque cuando éramos pequeños nuestros padres nos decían que no comiésemos con los ojos, es innegable que la comida entra por la vista, de manera que un aspecto atractivo es importantísimo: la disposición de los ingredientes en el plato, el cromatismo… Cromatismo viene del griego ‘kromós’, color. Y la negación del color es el blanco y negro.

¿Lo es? Los aficionados al cine, en su lista de películas favoritas, nunca dejarán de incluir cintas como “Casablanca” u obras maestras en blanco y negro de Lubitsch o Wilder; los expertos en fotografía elogian los matices y juegos de luz…

Pero ¿y los gastrónomos? ¿Aprecian una comida con poco cromatismo? Yo, desde luego, sí. Tanto, que uno de los platos que más me han gustado y emocionado en mi vida, y no solo una vez, es en blanco y negro: la pularda de medio luto, la ‘poularde demi-deuil’, que me niego a que el chef mancille con un hierbajo “para darle color”.

Blanco de las inmaculadas carnes de la pollita cebada; negro de las láminas de trufa (‘Tuber melanosporum’, trufa negra) que han de insertarse generosamente bajo su piel. Y… ‘rien ne va plus’. Pero vayamos por partes.

Una pularda, dice el Diccionario, es una gallina de cinco o seis meses, que todavía no ha puesto huevos, especialmente cebada para su consumo.

Si un gallinero fuese una de aquellas compañías teatrales fijas de antes, sería esa damita joven que enamora a todo el mundo… hasta que sale una como la que interpreta Anne Baxter en “Eva al desnudo”, en blanco y negro, por cierto.

Una pularda, entonces. Para cuatro comensales dilectos a los dioses, un ejemplar de más de kilo y medio y menos de dos. De Bresse, con AOC: aquí no vale racanear.

Una pularda “de patas azules”, que como sus parientes de igual procedencia, pasea orgullosa la bandera francesa por el mundo: patas azuladas, pluma blanca, cresta roja.

Hay que ponerla en situación: desplumarla, flambearla, vaciarla y limpiarla. Tras esto, elevarla de categoría, si es posible, que lo es: cuatro hermosas rodajas de trufa negra en cada pechuga y otras dos en cada muslo. Doce, en total. Y no sucumban a modas: negras. Si no, no hay color.

Frotada la piel con limón y salada la damita interior y exteriormente, se brida. Y ahora, para sorpresa de muchos, se cuece; no se hornea. Está claro que no la vamos a cocer en agua del grifo, ni del pozo; mucho menos, en una de esas bolsas de cocción al vacío. No: un buen caldo. ¿De qué?

Ustedes verán. Pese a lo antes dicho, agua. Cuatro litros. Con sal.

Una cebolla con varios clavos de especial incrustados. El blanco de cuatro puerros, unas cuantas zanahorias, una ramita de apio… Pongan la marmita a la lumbre. Lleven el agua a ebullición. Introduzcan en ella la pularda y háganla a fuego muy lento, de modo que cueza a un hervor ligero, sin prisas, escalfándose; calculen que para una pularda como la indicada van a necesitar entre treinta y cuarenta minutos.

Es, repetimos, muy importante que la cocción carezca de toda violencia; el agua debería temblar como imaginamos que temblaría Floria Tosca cuando llegaba a los brazos de Mario Caravadossi (entraba ella, ¿’fremente’?).

Así las cosas, a la mesa. Yo les recomendaría servirlas en campana: al levantarla, espectáculo y aroma están asegurados. ¿Guarnición? La plaza se defiende por sí sola. Pero pueden completar la jugada con un poco de arroz ‘pilaf’ con daditos de trufa y de ‘foie gras’.

Más sencillo todavía: verduras del caldo servidas sin más aliño que sal de cocina, tal como la servía Eugéne Brazier, la mítica ‘mère’ Brazier, creadora del plato: nada puede agredir a nuestra dama.

Y hasta aquí les puedo traer. ¿Qué faltan cosas? Sí: el vino. Pero yo no me voy a meter a reglamentar el gusto de nadie. ¿Un champaña excepcional? Le va perfecto. ¿Un gran Borgoña? También. Yo me quedo con el primero, pero es mi elección.

Bien, vamos por ella. Lo mejor del gallinero, lo mejor del bosque. Alguna nariz especialmente sensible detectará aroma a paja limpia. Un paladar entrenado notará las notas dulces del maíz. Y el bosque, el sotobosque de finales de otoño. Inmejorable.

Y un recuerdo a la que quizá haya sido la mejor cocinera de todos los tiempos, nacida muy cerquita de Bourg-en Bresse. Fue, en 1933, la primera mujer que obtuvo para su restaurante lionés las tres estrellas Michelin. Y hoy, cada vez que yo me enfrento a su más conocida creación, surcan mis mejillas tres lágrimas de emoción y de gratitud.

Amigos míos, esto es cocina. Esto es arte. Y esto es… en blanco y negro.

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