¿Habrá que repensar la forma de enseñar? ¿Por qué no aprender del placer de aprender? ¿Por qué la nota es la expectación y no su significado? ¿Por qué para pensar, y para cantar, y para soñar, hay que salir a concursar? ¿Cómo hemos acabado tan doblegados por las categorías y substancias segundas? Numeraciones, exámenes, resultados, evaluaciones, informes, fichas, estadísticas, clasificaciones, protocolos, estándares, etiquetas, enlaces, y un sin fin de otros lenguajes performativos preestablecen los circuitos por donde ha de circular el cuanto de energía de quienes integran el circo educativo. ¿Quién da más? ¿Quién puede más? ¿Quién ocupará la primera posición? ¿Y la última?...¿Quién domina a quién?
Adiós a los números. Es lo que me confiesan algunos alumnos cuando nadie pregunta por sus notas. Y es lo que, sus profesores, nos confesamos cuando recordamos aquellos años en los que todavía discutíamos sobre asuntos de historia contemporánea, de si la felicidad era una meta realizable, siquiera deseable, o entre físicos y filósofos ahora frikis sobre las implicaciones del azar cuántico. Sí, en los departamentos, en sus pasillos, en los coches mientras íbamos al trabajo, o caminábamos entre soliloquios previendo el siguiente movimiento del argumentario de nuestro colega. Y hablo de los centros de enseñanza secundaria, no de la universidad ni de centros de investigación.
Tiempos modernos, Charles Chaplin
¿Dónde queda el río que hacía fluir a las palabras sostenidas en la emoción? ¿Dónde la torpeza manipulativa del joven hacedor de gestos que hacía volverse a la clase? ¿Dónde los partidos de fútbol que a un tiempo llenaban campos con sus líneas borrosas los días de lluvia? ¿Dónde los intrigantes silencios de enamorados ajenos a las pantallas y el postureo? ¿Dónde las noches cuando más de uno se reunía a escondidas y acallaba sus pesadillas? ¿Dónde si ya ni siquiera podemos dejar de gritar?
"Tan pronto como uno sale de la estadística, las cosas cambian en favor de las consideraciones valorativas." (Ernst Jünger)