El 4 de febrero . Había estado rondando la casa desde unas tardes antes, entre asustado y dubitativo, pero ese día decidió quedarse a esta familia para él. Supongo que los trocitos de york que le daban los niños y la Maestra-Jedi lo ayudaron a decidirse. Desde entonces, ha sido lo mejor de este 2020.
Al poco tiempo se había hecho a nuestras rutinas, y convirtió la Academia-Jedi en sus dominios particulares. El patio, el olivo y el muro, las azoteas de alrededor, los pies de las camas. Llegó el confinamiento, y era el único que salía y entraba cuando quería. Le podía su lado callejero. Pasaba horas explorando el barrio y metiéndose en peleas. Incluso hubo que coserlo por una fea herida de guerra. Pero siempre volvía.
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Y nos hizo los meses de encierro más llevaderos. Y más felices. Poco a poco, la confianza se fue fortaleciendo entre siestas compartidas y ronroneos. Lo primero que preguntaba Javi al llegar del cole es si Galle había vuelto, como siempre. Y Ana si podía darle de comer. Compartía el desayuno con la Maestra-Jedi, y las series de madrugada conmigo. No imaginaba cuánta compañía puede dar un gato. Ni que tenerle en casa también nos serviría a todos para aprender y enseñar crianza, cuidados y empatía. Uno más de la familia. Y siempre ronroneando.
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Leí, en artículos como , que el ronroneo de los gatos es una expresión de bienestar y de afecto hacia quién le da cariño. Es como sonreírte o besarte. Y él cumplía con todas las señales, incluso la de traernos como regalo algún pajarillo que cazaba. Galle nos buscaba, nos frotaba con la cabeza y se nos tiraba panza arriba para que le rascáramos. Y no paraba de ronronear. Los gatos utilizan esas vibraciones para calmarse o mitigar el dolor. Pero también aprendí que tener a uno ronroneando sobre tu regazo o a tu lado en la cama no solo te proporciona felicidad, sino que además disminuye la presión sanguínea, reduce los síntomas de estrés y regula posibles trastornos del sueño. Descubrí así que nuestro gato vino para cuidarme. O al menos eso me gusta creer, que es una de las razones por las que hace unos nueve meses, un 4 de febrero, decidió adoptarnos como familia, hacernos mejor este 2020. Y por la que siempre volvía.
No puedo evitar sonreír, tragar con dificultad, y echarlo de menos. Yo nunca había sido de gatos, y aquí me tenéis, con ganas de llorar. Esta podría ser una entrada más de Cosas que nunca pensé que haría. Estoy escribiendo esto solo un rato después de llevarlo a la veterinaria para su incineración. Fallo renal. Al menos nos dio tiempo a todos a despedirle, en familia, rascándole. Sé que durante algún tiempo, al entrar en casa, al escuchar de noche algún ruido en el cierre de la cocina, al ver por el rabillo del ojo algún movimiento, al sentarme en el sofá o en alguna siesta, viendo mis series de madrugada, lo echaré de menos. Lo echaremos mucho de menos. Y a sus ronroneos.
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