El sentimiento de orfandad se convierte en un estado permanente del alma cuando fallece alguien como José Luis Sampedro. En este instante, pocos minutos después de recibir la noticia, parece como si el nudo instalado en mi garganta nunca fuera a disolverse.
Sólo un escritor que conecta tan íntimamente con sus personajes es capaz de hacerlo también con sus lectores de una forma tan estrecha. Ésa era una de las virtudes de Sampedro. Admiraré siempre su sabiduría, su sensibilidad, su sentido del humor, su gran humanidad y su compromiso con la realidad. Siento enormemente que nuestros políticos hayan amargado sus últimos meses con tantas decisiones fatales. A alguien como él ya nadie podía engañarle y, por desgracia, su convivencia con su deteriorado estado de salud se ha hecho algo amarga.
La relación con su enfermedad, sin miedos ni reproches, me ha recordado tanto al Salvatore de La sonrisa etrusca... Estos días he revivido la lectura de esa grandísima novela a través de Salvia, quien la acabó un día antes de la muerte de su autor... Vaya, hoy lo sé.
Seguiré leyéndole, buscando siempre el pellizco de la experiencia más amorosa y de la vida.