Revista Cine
Esta mañana nos despertábamos con el shock de la sorprendente noticia de la muerte de Tony Scott (1944-2012), cuyas causas parecen apuntar casi definitivamente al suicidio después de lanzarse desde lo alto de un puente en la localidad de San Diego, en California. Más allá de las razones del cineasta para poner fin a su vida, completamente respetables y ajenas a nuestra incumbencia, lo cierto es que con él muere uno de los realizadores más coherentes de los últimos tiempos. Denostado casi siempre por la crítica, que consideraba sus películas como un espectáculo visual sin ningún fondo y denigraba la profusión de explosiones, tiros y demás violencia, Tony Scott hizo caso omiso a aquellos que le criticaban y siempre se mantuvo fiel a sus principios cinematográficos, casi tanto como a su inseparable gorra roja que le acompañó en todos sus rodajes.
Es imposible hablar de Tony Scott sin referirse a él como el hermano menor de Ridley Scott. A este último siempre se le coloca en las listas de los mejores realizadores de las últimas décadas, a pesar de que, si bien es responsable de algunas obras maestras como Alien, el octavo pasajero (1979) o Blade Runner (1982) y de películas de innegable tirón entre el público como Gladiator (2000), no es menos cierto que ha sido muy irregular en su trayectoria fílmica. Todo lo contrario que Tony, quien siempre fue leal a un tipo de cine que no suele tener gran apoyo entre los críticos, pero que el público acoge con bastante entusiasmo. Quizá Tony Scott no tenga ninguna película entre las, digamos, quinientas mejores de la historia, pero algunos de sus títulos forman parte del corazoncito cinéfilo (o cinéfago) de los amantes del séptimo arte.
Por poner un ejemplo, Top Gun (1983) es uno de los must de la década de los ochenta, realizada justo después de El ansia (1983), una rareza a reivindicar en la que David Bowie y Catherine Deneuve eran vampiros de la high class neoyorquina. Con Top Gun lanzó la carrera meteórica de Tom Cruise, con quien repetiría en Días de trueno (1990) con menor éxito. El siguiente decenio, el de los 90, sería el de mayor éxito (relativo) para Scott, que inició con El último Boy Scout (1990) y un Bruce Willis desatado y cerró con Enemigo público (1998), en el apogeo de la popularidad de Will Smith. Entre medias, el thriller submarino Marea roja (1995) y sobretodo Amor a quemarropa (1993), la que es probablemente su mejor película. Quentin Tarantino escribió esta historia sobre la relación entre el asesino Christian Slater y la prostituta Patricia Arquette, y a la que Scott supo dotar de toda la violencia y realismo que demandaba.
Con el nuevo siglo, la calidad de sus películas (siempre según la mayor parte de la crítica) fue descendiendo, destacando apenas Domino (2005), basada en la historia real de una modelo metida a asesina a sueldo e interpretada por Keira Knightley. Por cierto, que quien lamentará mucho su muerte es Denzel Washington, convertido últimamente casi en actor fetiche del director (protagonizó cuatro de sus últimos cinco films, además de Marea Roja). Sea como fuere, la muerte de Tony Scott deja un vacío en una manera muy particular de entender el cine como espectáculo en el que la forma está por delante del contenido, y del que realizadores como Michael Bay, Wolfgang Petersen o Roland Emmerich son claramente deudores. Descanse en paz Tony Scott y larga vida al blockbuster.