Revista Opinión
Surge otra vez el debate acerca de si se debe facilitar la muerte a una persona en estado terminal. Es un debate nunca abordado con afán de darle una solución definitiva en nuestro país, una solución necesariamente legal que evite que médicos o familiares acaben siendo acusados de un delito de inducción al suicidio. Se trata de un asunto complejo que, aparte de los aspectos penales, también contempla cuestiones morales para los familiares y deontológicos en los profesionales sanitarios. Ninguno de ellos quiere que nadie muera, pero inevitablemente la muerte es lo que aguarda a los pacientes refractarios a todo tratamiento y mantenidos en vida gracias a un soporte vital que alimenta y ventila un cuerpo que no reacciona y a un cerebro que, en el mejor de los casos, ya no es consciente de lo que le rodea ni controla apenas las funciones básicas del organismo.
Mediante alimentación enteral, respiración asistida y cobertura antibiótica contra las infecciones, estos enfermos pueden mantenerse, así, en un estado de vida prácticamente vegetativo hasta que una complicación afecta a un órgano vital y les causa la muerte. Son casos extremos en los que una enfermedad irreversible e incurable ha ido provocando un progresivo deterioro físico y psíquico del paciente y el agotamiento emocional en unos familiares que contemplan, en el límite de sus fuerzas, que ni la ciencia ni la medicina les ofrecen ninguna esperanza, salvo esperar un milagro ante un final anunciado y retardado. Es difícil ponerse en la piel de quien sufre esta situación, pero es comprensible que en ocasiones se solicite a los hospitales que no mantengan artificialmente con vida y dejen morir dignamente en paz, sin dolor ni sufrimiento, a pacientes en estado terminal que están sometidos a lo que parece una obstinación terapéutica.
Es el caso de la niña gallega de 12 años Andrea Lago, afectada por una enfermedad degenerativa e irreversible, cuyos padres reclaman para ella una muerte digna, encontrándose con la negativa de los facultativos del servicio de pediatría del hospital donde está ingresada, que se niegan a aplicar una limitación terapéutica, a pesar de las consideraciones del Comité de Ética Asistencial del centro, que recomiendan retirar la alimentación asistida. Los médicos sólo estaban dispuestos a aplicar medidas paliativas en caso de un mayor agravamiento de la enfermedad, cosa que finalmente hicieron cuando, ante la denuncia de los padres, un juez reclamó al hospital sendos informes sobre la situación actual de la niña, el tratamiento que se le está administrando y una copia del citado informe del comité de ética. Tras la intervención del juez, los facultativos accedieron a la limitación terapéutica para no alargar artificialmente la vida de Andrea.
Yo he visto padres abrazar a hijos agarrotados por la inmovilidad y ajenos del mundo por la inconsciencia de una enfermedad que les retarda el crecimiento y los conduce irremediablemente a la muerte, pero que se negaban a aceptar tal pronóstico. Estaban dispuestos a seguir cuidándolos cada día en el hospital aunque supusiera vivir entregados en cuerpo y alma a ello. También he contemplado cómo la desgraciada situación de niños en estado terminal ha servido para despertar la compasión y la atención de terceros hacia unos padres que exhiben su dolor de manera pública en las redes sociales. O adultos en fase terminal, cada vez más invadidos por sondas, catéteres y aparatos que alargan su agonía durante días y semanas. Son todas ellas situaciones extremas en las que las decisiones son difíciles de tomar, especialmente cuando afectan a niños que nos hacen recordar a nuestros propios hijos.
Preferir la muerte digna al mantenimiento de un soporte vital que alarga la situación y el sufrimiento de un paciente terminal, es una decisión comprometida. Debe venir precedida de una información exhaustiva por parte de los médicos sobre la situación en que se encuentra el paciente, el diagnóstico claro de su enfermedad y las expectativas que realmente existen, para que el paciente mismo, si está consciente, o sus familiares puedan decidir con criterio. La eutanasia o el suicidio asistido están prohibidos en España, no así los cuidados sintomáticos, la sedación paliativa y la limitación terapéutica. Pero persisten los cuestionamientos morales, tanto en pacientes/familiares como en sanitarios.
Y son esos cuestionamientos religiosos y morales los que impiden adoptar una decisión racional y objetiva. Hay pacientes y hay médicos que ponen en manos de Dios toda decisión tendente a facilitar una muerte digna, por lo que son reacios a adoptar medidas eutanásicas, aún cuando exista un testamento vital en el que quede registrado la expresa voluntad del paciente de no prolongar su agonía innecesariamente. Por parte de los sanitarios, como sucede en la práctica del aborto, son profesionales que anteponen sus creencias a la ciencia a la hora de obrar de manera profesional. Otros, en cambio, defienden el derecho de los enfermos a morir dignamente, sin sufrimiento, como el doctor Luis Montes, encausado y absuelto por practicar eutanasia en el conocido caso Leganés.
Si el paciente está en un estado en que no es competente para tomar decisiones, es la familia quien las adopta. La Ley General de Sanidad atribuye a los profesionales sanitarios la tarea de explicar a sus pacientes o familiares cuál es la situación en que se encuentran para que estos puedan decidir. Los padres de Andrea ya han tomado una decisión y prefieren que descanse de una vez a verla seguir sufriendo, consumiéndose en un estado lamentable de franco deterioro. Y lo piden como muestra suprema de amor por su hija, a la que la enfermedad, desde que nació, le ha hurtado todo futuro de vida. Alargarle la vida artificialmente, en su caso, es más un acto de crueldad que de compasión, cuando ninguna esperanza es capaz de ofrecerle la ciencia o la medicina. Ellos ya están preparados para decirle: adiós Andrea, adiós. A los demás nos corresponde respetar su decisión.