Vanitas vanitatum et omnia vanitas(*)
Eclesiastés, 1,2.
Ya lo he contado en alguna ocasión: Para mí el doctorado fue una aventura apasionante, una fuente de alegría. Qué bien me lo pasé haciéndolo.
Lo de ser doctor fue, ya digo, un placer, pero nunca me lo tomé como un motivo de orgullo, y no digamos de ensoberbecimiento o de vanidad. (Al menos eso creía hasta ahora).
Monté un estudio con un amigo y funcionó estupendamente durante veinte años. Él no era doctor y, aunque me animaba a hacerlo, yo nunca puse "doctor" en mis tarjetas. Nos las encargábamos juntos, con el mismo diseño, y en las dos decía: ARQUITECTO. Bella palabra. Bella profesión. Ni quería aparentar ser más que él ni desde luego lo era en nada. De ahí que estuviera mucho tiempo sin mencionar en ningún sitio mi rimbombante (e inútil) título académico.
Al cabo de los años, en una reforma y remozamiento que hicimos en el estudio, él quiso que enmarcáramos nuestros títulos (él tenía varios cursos de urbanismo) y los pusiéramos en la sala de juntas del estudio, en la que recibíamos a los clientes, para que luciesen. Así lo hicimos. No sé si alguna vez algún cliente reparó en nuestros numerosos y variados marchamos y patentes, pero ahí estaban.
Cuando en 2010 la crisis se llevó por delante nuestro estudio y nos fuimos cada uno a nuestra casa a lamernos las heridas, mis títulos (de arquitecto y de doctor) fueron a un mueble y ahí siguen. (Eso sí: enmarcados).
Nunca he necesitado mi título de doctor arquitecto. Di clases durante el curso 1989-90, cuando aún no lo había obtenido, y cuando leí la tesis en 1992 ya no era profesor ni lo volví a ser nunca más.
Tampoco he formado parte de consejos o grupos de sabios ni de investigadores ni de nada parecido, y la única vez que me he presentado a un puesto no se valoraba el título de doctor.
De manera que mi título ha sido solamente lo mejor que podría ser: un motivo de satisfacción personal.
De la redacción de la tesis recuerdo la incansable lectura de libros -incluso en lenguas que desconocía(**)-, la apasionante relación con Fullaondo, con sus libros, con los datos que iba obteniendo, la búsqueda de relaciones entre eventos que no las tenían, pero que a veces hacían saltar alguna chispa, más voluntariosa que lógica, la estúpida pero intensa sensación de redescubrir la pólvora a cada momento. Todo valía. Todo sumaba y yo lo tomaba todo, y todo me parecía revelador.
Qué bien me lo pasé.
Leí la tesis poco antes de que naciera mi primer hijo, y meses después, con él ya nacido, fui investido doctor en la apertura del curso académico de la UPM, ceremonia a la que mi mujer no pudo venir porque no pudimos dejar al niño al cuidado de nadie y se quedó en casa con él, pero a la que vinieron mis padres, que debían de sentirse muy orgullosos de mí, ay, pardillos, y que cuando el decano me encasquetó el exiguo birrete alquilado (soy cabezón) y abrazó ceremonialmente mi cuerpo vestido de castañera galáctica tuvieron un nudo en la garganta y en los ojos. Benditos sean.
El día antes de la ceremonia, en mi casa, me vestí de
castañera galáctica y mi mujer me hizo esta foto.
El día de la ceremonia, en el paraninfo de la UPM,
con mis padres. (Él hasta se había leído mi tesis).
Solo por eso ya mereció la pena ser doctor. Y nada más, ya digo. Nada más.
Pero -ay, la vanidad-, cuando en 2010 volví a empezar, ya en solitario, y me hice tarjetas con mi nueva dirección sucumbí a la tentación de poner Doctor Arquitecto.
Ahora, seguro que por la crisis, a todo el mundo le había dado por matricularse en el doctorado. Todos presumían de su estado, de su "suficiencia investigadora", de sus publicaciones en "revistas indexadas", de los títulos ya en vías de aprobación de sus tesis doctorales. Sacaban pecho a ver quién estaba más cerca de empezar a redactar la tesis. Y entonces yo, que nunca había presumido de ello, no pude aguantarme más y empecé a decir demasiado a menudo que era doctor desde hacía veinte años. No sé por qué creía que eso era un indicador de calidad, de sabiduría y de respeto, cuando en realidad era todo lo contrario: "¿Eres doctor desde hace veinte años y no te ha servido para nada?"
También hace poco lo puse en el rótulo de mi estudio: "José Ramón Hernández Correa. Doctor arquitecto".
Y también, craso error, lo puse en un certificado final de obra. Donde la titulación del director de obra escribí "DOCTOR ARQUITECTO" (sí, encima con mayúsculas).
Para mi sorpresa y la del aparejador, su colegio retuvo el documento y se negó a visarlo. Le dijeron que yo tenía que poner 'arquitecto', y no 'doctor arquitecto'. Así no lo visaban.
Me indigné por varias razones: La primera y principal era que en el visado doble ellos debían comprobar los datos y condiciones de su colegiado, y ya mi colegio comprobaría los míos.
Yo entendía que era obvio que el título de doctor arquitecto englobaba y superaba al de arquitecto, y pensaba que lo que quería ese colegio era que les demostrase que era doctor. Pero no era eso: Era que el título de doctor no es el habilitante y por lo tanto decir en ese documento que era doctor era como decir que era saxofonista: algo muy loable pero irrelevante para los fines perseguidos.
(Bueno, ya, pero ser saxofonista no presupone ser arquitecto, y ser doctor arquitecto sí).
Llamé a mi colegio y me dijeron que ellos no objetaban nada a mi doctorado (vamos, que como si me la picaba un pollo), pero que si había conflicto con el colegio de aparejadores debía dirigirme al colegio regional -al de Castilla-La Mancha, y no a la demarcación de Toledo como estaba haciendo- y explicarle el caso al secretario para que él, en el marco institucional... blablabla blablabla cinco meses.
Total, que lo más fácil era bajarme los pantalones y recular. Si el aparejador y yo volvíamos a hacer los impresos del CFO poniendo 'arquitecto' en vez de 'doctor arquitecto' como título del director de obra y se los remitíamos junto con un escrito en el que solicitáramos que destruyeran los presentados anteriormente y los sustituyeran por estos la cosa se resolvería en pocos días.
Y se resolvió. Claro que sí, guapi.
Siempre prevalecen las prisas y el deseo de no perjudicar al cliente, que no tiene culpa de nuestras movidas y necesita el documento visado lo antes posible, así que me propuse resolver esto de la manera más humillante para mí, incluso pidiendo perdón, y ya con más tiempo y más tranquilidad acudir al secretario de mi colegio y animarle a emprender acciones diplomáticas institucionales.
Ya han pasado unas semanas, ya estoy más tranquilo y ahora... ahora creo que el colegio de aparejadores tenía razón.
Según la legislación vigente el título que me habilita para perpetrar edificios es el de arquitecto. Y lo tengo. Pues ya está.
Lo demás, ser doctor, ser cinturón negro de judo, ser estrella michelín o ser el cofrade mayor de la Virgen del Tentempié son distinciones muy loables, pero en un certificado final de obra sobran.
El título de doctor tiene unos alcances muy limitados, y para mí, ya digo, no tiene ninguna aplicación práctica. Por lo tanto, adiós, doctor. Nunca más.
A la porra mi título.
Ya ni mis padres están en condiciones de apreciarlo. Si lo estuvieran lo colgaría en el cuarto de estar de su casa.
Estando las cosas como están (por su parte el niño de la foto, hoy ya maromo adulto, pasa amplia y saludablemente de las mierdecillas de su padre) lo más saludable es que el título siga en el mueble en el que pasa los días escondido. Ahí no estorba.
Tampoco es cosa de quemarlo ni romperlo. ¿Para qué? Basta con despreciarlo olímpicamente.
Adiós, doctor; vaya usted por la sombra, que hace mucho calor. Y no vuelva a marear.
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(*) Como este blog, muy de vez en cuando y como nuevo Libro Gordo de Petete, también pretende enseñar e instruir, os hago saber que no es vanitas vanitatis, como seguramente creáis unos cuantos, ay, camuesos míos, sino vanitas vanitatum.
(**) Creo que fue Gila quien dijo: "Sé leer entre líneas; lo que pasa es que lo veo todo blanco". Yo puedo decir: "Sé leer en cualquier lengua; lo que pasa es que no entiendo nada".
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