Revista Cultura y Ocio

Adiós, Lolita. (Sobre la reforma de la edad para el consentimiento sexual.)

Por Zogoibi @pabloacalvino

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El Gobierno reformará el código penal para elevar la edad de consentimiento sexual desde los trece a los dieciséis años. La medida -se dice- va encaminada a luchar contra los abusos y la prostitución infantil, no a penalizar las relaciones sexuales entre iguales. A tal efecto, se considerará hecho delictivo (abuso) la realización de actos sexuales con un menor de dieciséis años aunque éste preste su consentimiento, pero con una importante salvedad: no habrá delito si ambos están próximos en edad y madurez, para no criminalizar conductas que puedan responder a la realidad social.

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Aspiración encomiable es la de proteger a los menores, desde luego; pero hay en este proyecto, para empezar, dos aspectos que me llaman la atención. Uno de ellos es esta nueva figura de las “relaciones sexuales entre iguales”, subjetiva y ambigua donde las haya y que, además, introduce en el Código un indeseable contenido moral; por no mencionar que puede vulnerar la Constitución en cuanto restringe la libertad de los menores para elegir a sus parejas. (Aparte, esta figura sugiere -o al menos deja abierta- la posibilidad de extender, con idéntico fundamento de igualdad, la exención de responsabilidad a otras conductas tipificadas como delito.)

El otro de los aspectos llamativos es la asunción de que sólo responden a la realidad social las relaciones sexuales “entre iguales”. No niego que tales relaciones son mucho más frecuentes que las que puedan darse “entre desiguales”; pero de aquí a desterrar de la realidad social a estas últimas va un paso demasiado atrevido. Las estadísticas avalan que muchas jovencitas eligen por compañero de juegos eróticos a un adulto, sin faltar casos de jovencitos que se acuestan con adultas. ¿Esto no forma, también, parte de la realidad social?

Cuando se tipifica una conducta como delito, ha de atenderse en primer lugar al bien jurídico que se desea proteger; en este caso, la libertad sexual de los menores. Mas proteger una libertad a base de restringirla es algo que no se entiende muy bien, así que tenemos que preguntarnos: ¿qué se considera concretamente libertad sexual? A falta de una definición legal, y enlazando con la aspiración de luchar contra los abusos, parecería razonable entenderla algo así como la libertad para decidir, de manera consciente y responsable, lo que cada uno quiere hacer con su cuerpecito serrano y olé; y esta capacidad de decisión libre y madura, esta responsabilidad sexual, se tiene o no se tiene, pero es ajena a la “proximidad en edad y madurez” del compañero elegido. (Cosa muy distinta sería la mayor o menor facilidad para ser influido; pero si hubiésemos de tener en cuenta esta ductilidad de las voluntades en todas las conductas acabaríamos por prescindir del principio de responsabilidad y, a continuación, desmontaríamos de arriba a abajo todo el tinglado punitivo.) De este modo, si el legislador considerase que los menores de dieciséis años carecen de la capacidad necesaria para tomar una decisión madura sobre sus actividades sexuales, debería penalizar sin excepción todos los actos sexuales realizados con ellos; pero no es así, ya que la futura redacción del Código penal deja claro, al permitir el sexo entre iguales, que preservar la virginidad de los adolescentes hasta que puedan disponer de ella con sensatez no es su objetivo. De modo que sólo puede concluirse que la tan cacareada protección de los menores se limita a restringir el espectro de personas con las que éstos pueden aparearse: sólo con quienes estén próximos en edad y desarrollo. No se persigue, pues, que nuestros chavales no jueguen a médicos antes de los dieciséis, sino que jueguen sólo entre ellos. No se busca defender la integridad de nuestras Lolitas, sino simplemente alejar a Humbert Humbert de la fiesta.

Por otra parte, cabe preguntarse cómo se justifica el salto de los trece a los dieciséis para el consentimiento sexual en una sociedad que lleva lustros intentando orientarse hacia una educación y desarrollo sexual más temprano para los adolescentes; en una sociedad cuya emisión televisiva abunda en inacotados contenidos, llenos de erotismo, desinhibición y promiscuidad que no pueden sino estimular el interés sexual de los niños y su repetición de las conductas observadas; y en una sociedad donde, durante las últimas décadas, se ha reducido sensiblemente la edad en que los preadolescentes se estrenan en el maravilloso mundo del placer. Siendo así las cosas, ¿no es contradictorio retrasar la edad para el reconocimiento legal de esta temprana madurez sexual?

Como cabe, desde luego, preguntarse también cuál es el indeterminado límite para esa proximidad en edad y desarrollo. Si la reforma se hubiese redactado sin la salvedad del “sexo entre iguales”, sólo podría cometer tal abuso quien estuviera por encima de los dieciséis, ya que por debajo se daría la paradoja de ser ambos amantes, al mismo tiempo, víctimas y abusadores. (En efecto, si dos jóvenes de catorce y quince años se acoplan voluntariamente bajo la mirada de Eros, ¿quién habría abusado de quién? Ambos serían delincuentes y víctimas, así que ninguno debería ser castigado.) Luego es evidente que esa “proximidad” apunta a una edad más elevada. ¿Dieciocho años, tal vez? Hmm… no parece que las relaciones entre un chaval de dieciocho y una chica de quince caigan fuera de esa realidad social que el reformador afirma respetar, ya que tales apareamientos han de ser muy comunes en la liberada sociedad contemporánea. ¿Veinte años, entonces? Supongamos que sí, aunque bien podrían ser veintidós o veinticinco; no lo sabremos hasta que haya abundante jurisprudencia. (Y, mientras tanto, cada fisura que se abre a la arbitrariedad de los jueces se convierte en una gran brecha para la Justicia, con mayúscula. Inocentes pagarán por estos remilgos legales.)

Concluyamos el razonamiento partiendo de este último supuesto: que el consentimiento sexual de un menor de dieciséis exime de responsabilidad penal por abuso a jóvenes de hasta veinte años por término medio. ¿En qué se fundamenta esta selectiva restricción de la validez de ese consentimiento? Si el objetivo es luchar contra los abusos y progeter la libertad sexual de los menores, ¿por qué éstos pueden tener relaciones con un joven de veinte y no con uno de veintidós? La deducción me parece clara: porque en el segundo caso presuponemos el abuso y en el primero no; con lo cual acabamos de vulnerar el sacrosanto principio de presunción de inocencia. Y esto, amigo lector, me parece un atropello que, además, supone una discriminación por la edad y constituye la prueba del lacerante fracaso judicial para discernir (o la renuncia a intentarlo), en cada caso particular, cuándo ha habido abuso y cuándo no. Por el “delito” de tener relaciones con un quinceañero es más cómodo condenar a todo el que pase de los veinte (o la edad que sea), se haya violentado o no la libertad sexual, que intentar discernir si hubo abuso. Más aún: no sólo se viola la presunción de inocencia, sino que se introduce en el código penal un componente moral que, para colmo, sólo acomoda a un sector de la población: a quienes, viendo con muy malos ojos que sus hijas -siempre son las hijas- se enrollen con tíos mayores, estarán encantados de que los encierren.

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