Aunque los medios se empeñan en perpetuar en la memoria colectiva el pasado domingo 27 de marzo como el día en que Will Smith le dio un galletazo a Chris Rock; yo lo recordaré por una noticia mucho más triste y mucho menos glamorosa.
Ha muerto Mario Muchnik, amigo personal de Cortázar, Italo Calvino y Ernesto Sábato y el editor de figuras como Primo Levi, Elias Canetti o Susan Sontag; todos ellos premios Nobel de literatura. Ha fallecido y no tuve la oportunidad de conocerle, estrechar su mano o darle las más sinceras gracias por hacerme mejor escritor y persona.
No tuve ocasión de agradecerle, pero eso no quiere decir que, donde quiera que esté, no pueda volver a hablarme. Ha quedado eternizado para siempre no sólo en los libros que se privilegiaron de su participación, sino en obras como Oficio Editor.
El libro que todo escritor tiene que leer
No voy a hacer una reseña de este libro, ni hablar extensivamente de la obra y vida de Mario Muchnik. Ya lo han hecho muchos otros. Voy a hablar de cómo tuve el gusto de acercarme a él.
En febrero de 2019, bajo una lluvia torrencial, conocí en persona al editor de mi primera novela, Matadero. Luife Galeano estaba parando en el Vedado y habíamos quedado a la noche para conversar de próximos proyectos, así que iba a llegar sí o sí. Esto tuvo que incluir un apresurado cambio de ropa en casa de mi madre —que rezongaba sobre la poca necesidad de agarrar un catarro, pero así son todas las madres— y un accidentado viaje, pero de llegar, llegué.
Durante el año anterior, Luife se había encargado de destripar, diseccionar y recoser el manuscrito que le había presentado. Confieso que estuve picado por la cantidad enorme de palomitas rojas conque llegaba cada nueva versión del texto —picado conmigo mismo, por haber cometido tantos y tamaños errores—, pero en lugar de ponerme en plan chulo, me vestí de humildad y me dejé ayudar.
El resultado fue —y está mal que yo lo diga— una novela excelente, tanto en su cuidada selección de formato y portada como en la limpieza de su contenido. Parece ser que durante aquel encuentro Luife se percató de mi interés creciente en el mundo editorial. Luego de intentar disuadirme entre rones y tabacos, prometió enviarme un libro que hablaría con más elocuencia del tema de lo que él podía hacerlo.
Después de esa velada magnífica le envié el manuscrito de mi segunda novela con Atmósfera Literaria y un poco como que me olvidé de su promesa. Pasaron unos meses y llegó una de esas etapas en las que uno se cuestiona todo e incluso —diría que casi siempre— la elección de vivir de la literatura. Hasta que el 28 de junio de 2019 (conservo la envoltura original) el cartero me trajo la copia prometida de Oficio Editor de Mario Muchnik.
En la semana que siguió comprendí tres cosas. La primera, que Luife Galeano era un hombre de palabra. La segunda, que los escritores no tenemos ni puta idea de lo que significa ser editor. La última de las enseñanzas fue que, definitivamente, quería aprender y estaba en el camino correcto.
Una novela, un manual de instrucciones y una biblia
Oficio editor es un libro tan peculiar como maravilloso. A través de sus páginas, Mario intercala pasajes de su vida como editor con conversaciones con autores de renombre, detalles del proceso de edición y proyecciones del futuro del oficio de editor.
Tal como Luife me adelantó, el buen editor es tan necesario como vilipendiado. Pocos autores reconocen que sus libros serían solo un mamotreto de cuartillas sin su concurso. Todos somos prontos a rendirnos ante las alabanzas y rápidos a la hora de echar las culpas sobre cabezas ajenas, cuando el libro no tiene éxito. Pero hay una muy larga cadena de eventos por los que un manuscrito tiene que navegar antes de ser libro. Y otra más larga para que llegue a las manos del lector.
Por supuesto, en todos las ollas se cuecen habas y Mario no niega que existan malos editores, tal como en la profesión hay autores pésimos. No hablo de la calidad de la obra literaria, sino al endiosamiento de nosotros mismos como escritores y la mala voluntad latente. El oficio de editor se percibe entre muchos como un censor, un crítico feroz o un tránsfuga que se aprovecha impunemente del producto de las ventas de nuestra obra.
En realidad, el buen editor es el mejor amigo de un escritor. Y da gusto saber que aún quedan honrosos ejemplos de esta profesión, tan antigua como el libro mismo. Mario fue un editor de esos, de los tradicionales, aquellos que ponen delante la calidad literaria por encima del marketing. Los que mantienen una relación estrecha con sus autores, se preocupan por informarlos a cada paso del proceso y no tienen reparos en sacar la pizarra para explicar por qué las cosas son así y hay que aceptar la realidad.
Otra de las enseñanzas invaluables de Mario es detallar lo que nadie nunca te contó como escritor: que es lo que el editor espera de ti. Solo la confianza y el trabajo conjunto puede llevar a buen término una obra y eso pasa por establecer una relación que, la mayoría de las veces, deviene en comprensión y profundas amistades, como las que este genial editor cultivó con sus autores.
Y es que el resultado de la labor del buen editor son obras de arte, hechas con paciencia y gran cuidado. Más que un montón de ceros en la cuenta del banco, lo que lega Mario y otros como él a los que vendrán detrás son libros, conocimientos y un carácter templado en las dificultades.
Maestro de editores
Mario junto a Nicole ThibonMario Muchnik nació en Buenos Aires en 1931. Se licenció en Física Nuclear por la Universidad de Columbia e hizo su doctorado en Roma. Luego de trabajar como profesor, se dedicó a la edición.
En 1978 se mudó a Barcelona, donde dirigió el sello Muchnik Editores. Fue también director editorial de Seix Barral y Ariel, del grupo Planeta; y para Anaya. Editó para autores de la talla de Adolfo Bioy Casares, Albert Cossery, André Malraux, Augusto Monterroso, Augusto Roa Bastos, Carlos Fuentes, Elias Canetti, Elie Barnari, Ernesto Sabato, George Steiner, Gilles Deleuze, Gore Vidal, Guy Davenport, Henry Miller, Ibrahim Souss, Irène Némirovsky, Isaac Montero, Ismaíl Kadaré, Ítalo Calvino, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, León Poliakov, Marcelo Cohen, Miguel Ángel Asturias, Nicolás Guillén, Oliver Sacks, Primo Levi, Rafael Alberti, Susan Sontag y Víctor Farías, entre otros.
Pese a su intensa labor como editor, supo tener el tiempo para ejercer además como fotógrafo y hábil escritor. Pero, en sus propias palabras:
“Llegué sin un duro al final de mi carrera como editor, si no fuera por mis hijos ahora estaría debajo de un puente».El cruel oficio de la edición
En un panorama señoreado por los poderosos grupos editoriales y las cadenas de librerías de grandes superficies, Mario siempre preconizó la postura del editor tradicional. Ese, cuyo trabajo es defender al autor de los errores que comete y al lector de los suyos propios.
Poco importa el soporte que sustente una obra, sea digital o el papel clásico: lo que vale es la calidad del escrito. El trabajo del editor es ser su garante, como también es la responsabilidad del escritor exigir que su obra no se extinga en el fondo de una librería, sin cumplir su función de aportar a la cultura. Para eso, es nuestro deber y derecho el conocer participar en todas las etapas de la transformación de un manuscrito en un producto.
No queda de otra entonces que comprender el alcance del trabajo del editor y apoyarlo por todos los medios a nuestro alcance, lo que en mi caso logré acercándome a la vida y obra de Mario Muchnik. Aclaro que NO SOY AÚN UN EDITOR y no sé si en algún momento futuro tenga el honor de ostentar ese título, pero no he desistido.
De lo que sí no me cabe duda es que, cada vez que se hable y recuerde la bofetada en los premios Oscar, yo pensaré con tristeza que ese domingo —a sus fecundos y bien cumplidos 91 años— murió un verdadero maestro.
(Publicado en Atmósfera Literaria, 2/3/2022)