Llegué ayer a la Kabila Tarraconense. Rivas ha quedado lejos, hasta septiembre. Ahora toca un par de meses de verano, aquí entre mar y montaña.
Y al llegar, la eché de menos. Ocurrió hace dos meses, más o menos. Ella era de aquí. Aquí la encontramos hace seis años, fue un regalo. Apareció por sorpresa y se pasó toda la noche de un frío enero en el alféizar de la ventana del dormitorio. Tenía frío y la recogimos.
Era un cachorro, de unos cuatro meses nos dijo el veterinario. Una gatita siamesa. Desde entonces, ha vivido con nosotros, aquí en su tierra y allí en Rivas. Viajaba con nosotros. La cuidábamos, fue, yo creo que feliz. Pero sobre todo fue libre. Ella me pedía salir y llamaba para entrar. Hacía lo que quería. Cada seis meses, era su único miedo: la visita al veterinario. Vacunas y controles. Siempre la encontraron sana.
Ella, ya saben que era mi musa. Cuando quería algo me lo hacía ver. Venía, me daba con la patita y me llamaba la atención. Dormía donde quería. Tenía su sitio, pero a veces venía y se ponía en la cama, a los pies, sigilosa sin hacer ruido.
En ocasiones, quería algo y me encontraba en el ordenador, me llamaba la atención, pero no le hacía caso, entonces, ni corta ni perezosa se subía al teclado, como diciendo aquí estoy. Y se me quedaba mirando.
Hoy la he echado mucho de menos. En Rivas, hay más follón, hijos, nietos, amigos. Aquí, en su tierra, ella era la reina de la casa. Y lo sabía. Aquí, Lola, yo, y mi cuñado Rosendo cuando estaba, éramos sus esclavos. Siempre pendientes de ella. Si aparecía por la ventana, la abríamos para que entrara, si quería salir lo mismo. Sabía que podía hacer y deshacer. Eso sí, siempre fue autosuficiente. Su comida, su agua y su arena. Lo demás era cosa suya. Limpia y siempre llena de vitalidad.
No sé qué pudo pasar, pero, esa noche del último abril, vino a quejarse a las cuatro de la mañana, la encontré apagada y supe que estaba enferma. En seguida, se retiró a su sitio tranquila y triste. Por la mañana, pidió salir. Lola le abrió la puerta. Era domingo, y decidí que si seguía así la llevaría al médico al día siguiente. No me gustaba su mirada, pero parecía como si hubiera mejorado. Se fue caminando y se quedó debajo de un laurel.
Más tarde salí a buscarla para ver cómo estaba. No la encontré. Entonces fue cuando junto a Lola la buscamos por la finca. Y allí estaba, debajo de una higuera, tumbada, como si estuviera dormida. Allí estaba. Ya no respiraba. No podéis imaginar cómo nos sentimos. Seguramente había comido alguna yerba envenenada, no sé. Campaba por todos los sitios, cualquier cosa pudo ser.
Terminó, donde la encontramos seis años antes. Y nos ha dejado un vacío. Hoy, miro la ventana por donde solía entrar, y busco sin encontrarla cuando sé que ya no volverá. Todavía me traiciona el instinto y casi la llamo, cuando me doy cuenta de que es inútil. Ahora mismo daría cualquier cosa porque saltará, como hacía a menudo, sobre mi ordenador para interrumpirme. ¡Ojalá!
Creo que la tratamos bien, que fue feliz aunque vivió poco. Que fue libre. Hay quien me ha dicho que los gatos caseros viven más. No sé si eso es verdad, lo que sí sé es que Misha no merecía estar encerrada, que sin saltar por el campo y perseguir pájaros o mariposas no hubiera podido aguantar. Que le gustaba subirse a los árboles (un día tuve que subir con una escalera a rescatarla pues no se atrevía a bajar) Que las prisiones no son buenas. Vivió lo que vivió, pero sin duda, siempre fue libre, y eso no tiene precio.
Perdonad que os cuente esta historia, pero quería compartirla. Hasta hoy no he tenido la valentía de hacerlo, pero se lo debo a ella. Le debo este pequeño homenaje. Y lo mismo que compartí con vosotros otras entradas donde hablaba de ella, he querido que lo supierais, porque ella era también Kabila, y con ella se ha ido un poco de esta casa.
Salud y República