Como puede deducirse de esta reflexión que tiene consigo mismo en el peor momento de la trama para sus intereses, Marlowe es un luchador y no se detiene siquiera cuando hay asesinos dispuestos a acabar con él:
"—De acuerdo, Marlowe —dije entre dientes—. Eres un tipo duro. Un metro ochenta de acero templado. Ochenta kilos en cueros y con la cara lavada. Buenos músculos y buen fajador. Puedes salir adelante. Te han dado dos veces con una cachiporra, casi te estrangulan y te han hecho papilla la mandíbula con la culata de un revólver. Te han inyectado opio hasta las cejas y te han mantenido la dosis hasta volverte tan loco como un rebaño de cabras. ¿Y a qué se reduce todo eso? Al pan nuestro de cada día. Vamos a ver si eres capaz de hacer algo realmente difícil, como ponerte los pantalones."
La adaptación de Dick Richards, muy fiel a la novela original y capaz de simplificar algunos nudos del argumento, presenta a un detective ya muy maduro, un magistral Robert Mitchum que se queja nada más aparecer en pantalla de lo viejo que se está volviendo para ese trabajo (el actor tenía 57 años cuando la rodó). La ambientación respeta a los clásicos del cine negro, pero el director también aprovecha el ambiente cínico del Hollywood del momento, que estaba reiventando todos los géneros, para poner su granito de arena al respecto. A destacar escenas tan impresionantes y que definen estupendamente al personaje como la del interrogatorio de la madame de un burdel, que interroga a Marlowe asestándole varios guantazos, consiguiendo que el protagonista responda con un contundente puñetazo en el rostro de la mujer, a pesar de poner su vida en peligro con esa acción. Ese es Marlowe, alguien muy paciente y metódico en su trabajo, pero que también tiene sus límites.
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