La reciente muerte de Adolfo Suárez ha desatado, desde que fuera anunciada por su hijo dos días antes de producirse, un auténtico vendaval de elogios, a veces sonrojantes. Voces de todos los ámbitos políticos, periodísticos y cortesanos se han ido sumando a este festival hagiográfico de un hombre que, en su momento, fue insultado y despreciado con esa misma unanimidad. Leyendo cualquier periódico de hace un par de semanas era muy difícil hacerse una idea objetiva de la auténtica medida del personaje. Lo mismo sucedía si uno visitaba una librería o una biblioteca, donde se habían colocado precipitadamente pequeños altarcitos en forma de volúmenes dedicados a la memoria de Adolfo Suárez. Evaluando los que aparentaban tener mayor calidad, me decanté por el que me parecía el estudio más riguroso de todos, el firmado por Gregorio Morán, que ya había trazado un retrato de Suárez, muy vendido en su tiempo, cuando éste llevaba apenas un par de años en el poder.
Lo primero que hay que recordar, cuando se aborda la vida del primer presidente de nuestra democracia, son sus orígenes. Y estos no pueden ser otros que su estrechísima relación con grupos tan afines al Franquismo como Acción Católica, el Opus Dei o la Falange. De hecho, su auténtico padrino político fue Fernando Herrero Tejedor, que le introdujo en la sede central de calle Alcalá, donde llegó a convertirse en Ministro Secretario General del Movimiento en el gobierno de Arias Navarro, tras la muerte de Franco. Bien es verdad que hay que decir a su favor que después, cuando ya era él mismo el presidente, tuvo la osadía de dinamitar el Movimiento desde dentro.
Cuando Adolfo Suárez fue nombrado presidente por sorpresa, el panorama que se encontraba ante sus ojos no era nada alentador. Por un lado estaban los continuistas del bunker, que querían seguir adelante con el régimen a toda costa. Por otro, los reformistas, que pretendían una puesta al día de las instituciones y una apertura democrática y de derechos más o menos controlada. Y por otro, los partidos clandestinos, que luchaban por una ruptura total con el régimen y el advenimiento de un nuevo Estado democrático. La muerte de Franco, el auténtico sostén de todo el tinglado de su régimen, había dejado perlas periodísticas como ésta (con Suárez en la actualidad nadie se ha atrevido a tanto), firmada por Cristóbal Páez, director del diario Arriba:
"Francisco Franco está ya subiendo las impresionantes gradas que conducen ante Dios y ante la Historia. Sin escolta, sin oropeles, sin fanfarria, sin siquiera la mínima sombra de un corneta de órdenes. Va despacioso, humilde y un poco encorvado porque no lleva las manos vacías. Guarda - sospecho - cinco palabras en su boca. Pueden ser éstas: "Sin novedad, Señor, en España".
Hay que recordar que lo de colocar a Suárez en la presidencia del gobierno fue una operación auspiciada por el rey y por Torcuato Fernández-Miranda. Y fue todo un acierto, vistos los resultados. Se necesitaba ser audaz para conseguir que las Cortes franquistas se suicidaran, legalizar el Partido Comunista un sábado santo y convocar elecciones solo un año después de haber sido elegido, todo ello con una creciente presión en todos los ámbitos, incluyendo el terrorista. Y es aquí cuando llega el momento decisivo del personaje porque, si bien había sido nombrado por sus promotores para culminar la transición, en este punto se rebela e intenta ampliar su papel fundando su propio partido polítco y presentándose él mismo a las elecciones. Este movimiento le va a suponer ganarse a muchos y poderosos enemigos. Además, la organización política que crea, la UCD, jamás será un partido cohesionado, sino más bien una amalgama de diferentes familias que van desde la socialdemocracia a la derecha más rancia y que acabarán peleándose entre ellos y echando a su propio secretario general. A pesar de todo, lograría ganar dos elecciones, en 1977 y 1979, consolidando así el proceso democrático y concitando cada vez más odios sobre su persona. La Transición fue la que fue (y ahora estamos viendo que tuvo muchas carencias, sobre todo porque los poderes económicos y sociales herederos del franquismo siguieron donde estaban y siguen ahí hoy día) gracias al pilotaje de Suárez. Un periodo tan contradictorio como él mismo. La intentona golpista del 23 de febrero fue la culminación de su carrera. Se mantuvo en pie frente a los Guardias Civiles, salvando, junto a Gutiérrez Mellado y Carrillo, la dignidad del Parlamento en aquella infausta jornada. Después de esto intentó que su dimisión (cuyos motivos auténticos nunca han sido aclarados del todo), no tuviera efecto, pero ya era demasiado tarde.
Los años ochenta serán los de su travesía en el desierto con su nuevo partido, el CDS, intentando volver a tocar el anhelado poder. A pesar de que su prestigio y el verdadero valor de su trabajo en la Transición iban siendo reconocidos paulatinamente, esto no se traducía en votos. Esta fue también una época de amistades peligrosas para Suárez: Ruiz Mateos, Mario Conde... Porque existe otra versión de Adolfo Suárez que ahora se intenta olvidar, la del Suárez poco escrupuloso con sus negocios, con sus tratos en la sombra... Ya en los años setenta estuvo involucrado en algún escándalo feo, que se tapó como se tapaban esas cosas en la dictadura, como el asunto de ENTURSA o algún otro. En los periodos en los que no ejercía cargos políticos de importancia, nuestro protagonista se entregaba a todo tipo de negocios que le hicieran ganar dinero fácil y rápido. Así lo expresa Gregorio Morán:
"(Sus negocios) para un experto económico tenían las características de singularidad de los negocios rápidos, lucrativos y arriesgados, sin olvidar que siempre que se acumulan tales virtudes aparecen también como primos hermanos, la oscuridad, el amiguismo y el privilegio como forma de lograr fortuna."
Necesitaba el dinero para desarrollar su estilo y tácticas para llegar al poder, que no eran otros que el acercamiento a ciertos personajes (llegó, en los sesenta, a comprar una casa junto a la que veraneaba el almirante Carrero Blanco) como Fernández Miranda o el propio príncipe Juan Carlos, los que, según su intuición, iban a ser influyentes en un futuro próximo. Los seducía con una combinación de simpatía, cercanía y peloteo que casi siempre le funcionó. Porque en realidad Adolfo Suárez no era un hombre, en lo intelectual, excesivamente preparado. Había sacado su carrera de derecho sin brillantez y no se lo conocía afición alguna a la lectura. Por contra, era un animal político, con un gran valor personal y una gran capacidad para aceptar el riesgo calculado. Un hombre repleto de contradicciones al que Gregorio Morán ha sabido retratar muy acertadamente, lejos de los escritos adulatorios que hemos tenido que padecer en los últimos días. Merece la pena su lectura, para tener una imagen más ecuánime de un hombre al que tenemos que estar agradecidos por muchas cosas, pero al que también se le podrían haber reprochado otras.