Uno de mis escritores favoritos (y de muchísima gente) es Raymond Carver. Es un cuentista estadounidense muy en la tradición de allí. Al menos a mí su aliento me trae un aroma lejano a Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald... y mucho más cercano a McCullers, Capote, Cheever...
Pero, a mi juicio, ese aroma es llevado a la máxima evocación e intensidad por Carver. Me parece extraordinario.
Carver no cuenta historias redondas, como tampoco lo hacen sus compañeros de oficio y de "escuela". Él va más allá y ni siquiera cuenta historias. Pero crea un ambiente, una sensación, un aire que nos hace entender y vivir esas vidas que nos muestra. Podemos no ser alcohólicos, y de repente en una página no es que entendamos al personaje alcohólico, es que entramos en él y somos él. Podemos ser solteros, o estar feliz y apaciblemente casados, y sin embargo una secuencia de párrafos o de frases sueltas nos hace sentir la soledad, el rencor o el fracaso de un divorciado que sigue amando a su ex mujer y que, sencillamente, tiene que contarle una cosa importante pero ya sabemos que no se la va a contar.
¿Cómo logra Carver llevarnos a esa desolación, a esa poesía tierna y levemente sórdida? Pues con sus armas: con las palabras. Sus palabras desnudas, cínicas y al mismo tiempo tiernas nos emocionan de una manera inigualable ante la más anodina de las historias. Ni siquiera son historias: Son fragmentos, son perspectivas deshilachadas e inconexas. Son situaciones que no entendemos cómo han llegado hasta aquí ni cómo van a desarrollarse después, pero que, en el breve fragmento al que nos asomamos como testigos, nos tocan y nos transforman.
Y, sin embargo, ahora sabemos que ese laconismo literario, esa precisión de picapedrero, no eran cualidades suyas, sino de su editor.
En este artículo Francisco Corrales nos cuenta que, por poner sólo un ejemplo, la frase "John subía la escalera camino de su habitación", que muestra en su desnudez y en su simplicidad cuánto nos gusta Carver, podría haber sido "John ascendía con paso firme sobre el esqueleto de madera de un dinosaurio cuyo lomo barnizado comunicaba el hermoso salón con el cuarto del sueño donde una reparadora cama acunaría su exhausto corazón" si el editor Gordon Lish no lo hubiera evitado.
Tenemos al editor como enemigo necesario del escritor, como terapeuta o como "torturador".
-Por favor, Gordon, no me taches lo del esqueleto del dinosaurio. Es un hallazgo fantástico.
-Es una mierda, Raymond, y lo sabes. Fuera.
Y el esqueleto iba fuera, y se iba creando la literatura más fascinante de los últimos tiempos.
Es curioso, porque Lish le tachaba a Carver, pero él era incapaz de escribir nada bueno. Necesitaba al verborreico Carver para, quitándole la verborrea, hacer algo tan grande y tan extraordinariamente bueno.
Todo esto lo sabemos porque un escritor tan excepcional, que vivió tan poco tiempo y escribió tan poco, nos dejó a todos con la miel en los labios y con ganas de más. Tras su muerte sus allegados revolvieron sus cajones y dieron a la imprenta toda la basura que encontraron.
Entre otros "tesoros" se publicó Principiantes, que es la versión previa, palabrera y poco equilibrada de De qué hablamos cuando hablamos de amor, que es la obra maestra depurada por Lish. (Por los títulos respectivos parecería lo contrario). Ahí podemos ver la fecunda labor de poda y de siega del editor.
Uno de los mayores crímenes de la historia del cine es el que los productores perpetraron contra El Cuarto Mandamiento (Los Magníficos Amberson) de Orson Welles.
Los productores metieron mano vilmente a la película, le quitaron cuarenta y cinco minutos centrales, donde está el cogollo de toda la trama, y filmaron una secuencia final sin contar con Welles, resolviendo la historia como les dio la gana.
Con todo, la película les quedó con 131 minutos, y tras los horribles fracasos de los pases previos se redujo a 88 minutos.
El resultado es un mejunje mutilado que no cuenta casi nada de lo esencial y desde luego nada de lo anecdótico o complementario.
Vamos: El resultado es un crimen.
Y sin embargo a mí me gusta. Me gusta mucho. Me parece una película magnífica.
Los productores hicieron con Welles lo que el editor Lish con Carver, pero hay dos grandes diferencias: La primera es que lo que nos entusiasma de Welles es el exceso, la exuberancia, la fascinación de lo pletórico, mientras que lo de Carver es lo contrario: laconismo y concisión. Por eso los recortes del editor labran al mejor Carver, pero los de los productores no ayudan a Welles, lo niegan y lo hunden. Y la segunda es que de Carver queda el primer manuscrito, que nos permite ver la mejora que hizo el editor, mientras que de Welles no queda nada de lo suprimido, porque los productores lo destruyeron concienzuda y minuciosamente. De manera que nunca podremos conocer (ni siquiera para criticarla e incluso denostarla) la película tal como la rodó y pensó Welles.
Con Welles menos no es más: es menos. Y la mutilación y adulteración de la película es una salvajada irreversible.
No obstante, habitualmente me abruman y me fastidian bastante los "montajes del director", que suelen consistir en que cuando una película ha alcanzado el nivel de la excelencia sublime por ser como es, y se ha colocado limpiamente en el Olimpo, se hace (al cabo de veinte años) una edición en deuvedé con una versión desconstruida y reconstruida, desmontada y remontada, con otra estructura y con una hora más de metraje porque se han metido por aquí y por allá muchos recortes que en su día se quitaron (bien quitados) y que el vanidoso director, siempre suficiente, soberbio y pagado de sí mismo, considera imprescindibles. (Aparte de que también juzga necesario romper el ritmo y la estructura que tenía y que la alzó a la categoría de obra maestra).
Por eso me fastidian profundamente los bleidráner y los apocalipsenau (pero también los lorensdearabia) reconstruidos y reestructurados, pesados, con una hora más de duración, y donde, para colmo, una voz en off nos deja caer (por ejemplo) que Fulano era en realidad un replicante o que Kurtz le salvó la vida al general que ahora le quiere asesinar, elementos que generan una gran confusión y a menudo muchas incoherencias. Convierten a esas películas que tanto nos apasionan en infumables e indigeribles autoalabanzas y en guiños sin gracia. Y es que no hay peor cosa que un director mitificado a quien le dejan volver a meter mano en su obra maestra.
A menudo los productores, esos brutos, esos incultos, saben cuándo una película tiene chispa, y saben sacarle aún más pensando sólo en el éxito comercial, que consiste, oh, porras, en que guste a la gente.
En ese sentido, cabe preguntarse si habría sido buena la película de Wilder sobre Nijinsky que dijimos el otro día. Igual hasta tenía razón Goldwyn. La verdad es que a mí me gustan todas las películas de Wilder, pero tal vez esa no me habría gustado demasiado, y tal vez la negativa del productor fue la que le llevó a Wilder a tomar la decisión de dirigir él mismo sus películas a partir de entonces, y de concebir El mayor y la menor (película que tiene interés, pero pichís pichás), la magnífica Cinco tumbas al Cairo y ya de ahí para arriba. (La siguiente es Perdición, y esa ya se merece una entrada para ella sola).
¿El editor es el amigo del escritor o su enemigo? ¿Y el productor lo es del director y del guionista? ¿Y el cliente lo es del arquitecto?
En los ejemplos que he puesto, el editor y los productores limpiaban y mutilaban las obras de los artistas, que tras semejantes salvajadas quedaban limpias y muy eficaces. En mi caso, desgraciadamente, casi siempre ha sido al contrario: Los clientes siempre han añadido cosas (demasiadas) a mis diseños.
He tenido clientes de todo tipo, más o menos cultos y más o menos funcionalistas, pero incluso los más cultos, incluso los que lo eran en cuestiones de arte, en su casa siempre han querido una especie de "barroquismo rústico" o yo qué sé cómo llamarlo, lleno de elementos postizos que evocaban de una forma bastante ridícula unos modos de construir que ya no eran los que allí había, y que quedaban por lo tanto reducidos a caricatura: Canecillos de madera que ya no eran las puntas de viguetas o de correas de madera, sino meros aditamentos; arcos de ladrillo que no trabajaban, en fachadas que no eran de carga; chapados de piedra que pretendían pasar por fábrica, pero que cantaban (soltando horrísonos gallos) en las esquinas... Etcétera. Todo falso, todo impostura.
En ese sentido he tenido mala suerte con los clientes. (Pero sólo en ese sentido, y tampoco con todos).
Con mi experiencia, en la que han sido los clientes quienes han puesto el esqueleto de dinosaurio de madera cuando yo sólo había dicho "escalera", cada vez siento más respeto por los arquitectos que consiguen terminar una obra decentemente, y cada vez siento más aprecio por sus clientes.
Para hacer un edificio se necesita que el arquitecto y el cliente remen en la misma dirección, y si esa es el "barroquismo rústico" pues que sea, pero con decisión. Yo también he perjudicado mucho a mis clientes por no haber creído en sus deseos ni en sus aspiraciones, por haberme desanimado ante tantas falsificaciones, y a menudo he dado la obra por imposible y me he limitado a dirigirla rutinariamente, comprobando tan sólo que los aspectos técnicos estuvieran bien.
Es imprescindible que el cliente sepa buscar a su arquitecto, y que entre ambos haya una sintonía y un buen entendimiento. Eso hará que el resultado mejore muchísimo, en vez de considerar solamente los quinientos o mil euros de ahorro, que parece ser el único criterio que hay ahora para buscar arquitecto.
Personalmente, creo que una casa es más feliz de habitar cuanto más cómoda sea, pero también creo en la felicidad de las evocaciones y de los misterios. Me gustan las escaleras desnudas y cómodas, pero también entiendo que alguien quiera encaramarse al esqueleto de un dinosaurio. Lo que sí quiero es alegar por que los adversarios y sin embargo socios editor-escritor, productor-director y cliente-arquitecto, mientras pugnan por quitar o poner el esqueleto del dinosaurio, sean capaces de subir juntos por la escalera.
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