Segundo texto rescatado, publicado originalmente en el número 3 (mayo-agosto de 2013) de la revista Aequitas, publicada por el Poder Judicial del Estado de Sinaloa...No tengo idea de lo que suceda en la vida real, pero en ese espejo deformante e idealizador que es el cine, ser el fiscal en un juicio –es decir, ser el “procurador” de la justicia- no es una tarea agradable. Los héroes, en los thrillers de juzgado, en los melodramas o comedias legales, en las cintas históricas en las que somos testigos de algún juicio, suelen ser los abogados defensores, el propio acusado, los jueces o, incluso, los miembros del jurado.Los fiscales, incluso en películas en las que sabemos que tienen la razón –digamos, en aquellas en las que es claro desde el inicio que los acusados son culpables-, no son las figuras más simpáticas del condado. No importa que la fiscalía sea una institución de buena fe que, se entiende, busca el bien común a través de la aplicación de la justicia: para el cine, eso de acusar personas nunca será tan bien visto como el hecho de defenderlas. Qué remedio: este es el injusto y trágico destino de los pobres fiscales ninguneados.
Nadie quiere a los fiscalesLa Internet Movie Database enlista 515 títulos –entre películas y series televisivas- en las que aparece la figura del fiscal o, para decirlo en la nomenclatura legal estadounidense, el “district attorney”. Sin embargo, si uno revisa los títulos respectivos, se encontrará que en muy contadas ocasiones el fiscal es el protagonista. Incluso en historias en las que “el acusador popular” debería llevar la voz cantante, el interés del filme está en otro sitio.Por ejemplo, en Los juicios de Nuremberg (Judgment at Nuremberg, EU, 1961), dirigida por Stanley Kramer, la historia está centrada en la búsqueda de la justicia por parte de cierto anciano juez provinciano interpretado magistralmente por Spencer Tracy. Después del juez, aparecen otros personajes que resultan interesantes en el filme: uno de los acusados –un imperturbable exjuez nazi encarnado por Burt Lancaster-, algunos testigos y/o víctimas (Montgomery Clift, Judy Garland) y hasta el propio abogado defensor (Maximilan Schell). En contraste, el fiscal militar, el Coronel Tad Lawson, interpretado por Richard Widmark, nunca aparece como una figura especialmente simpática, por más que sepamos que tiene enfrente a los nazis, los villanos oficiales del siglo XX.La rigidez de Widmark, su implacable mirada, el tono de inocultable desprecio por los acusados: todo ello revela que el fiscal Lawson busca solamente lograr las condenas más duras contra esos abominables asesinos. En este contexto, Spencer Tracy, como el sencillo y modesto juez Dan Haywood, parece más humano: no dudará un instante al momento de emitir su veredicto condenatorio, pero es claro que trata de entender a los acusados. Hace un intento por aprehender la humanidad oculta en los hechos criminales que está juzgando.Algo similar sucede en Compulsión (Compulsion, EU, 1959), de Richard Fleisher, que trata sobre el célebre caso de los asesinos del Chicago, Leopold y Loeb, quienes mataron en 1924 a un adolescente solo para probar que podían cometer el crimen perfecto. La historia, por cierto, ha sido llevada al cine en otras dos ocasiones, antes y después de la cinta de Fleisher. La primera vez, en La soga (1948), de Alfred Hitchcock; la tercera versión, en Swoon (1992), de Tom Kalin.Compulsión es básicamente un sobrio drama de juzgado en el que la famosísima pareja criminal (Dean Stockwell y Bradford Dillman) es acorralada por el implacable fiscal Harold Horn (E. G. Marshall) y salvada de la horca por el talentoso abogado defensor Jonathan Wilk, interpretado por Orson Welles con toda la contundencia de la que era capaz.Nuevamente, como en Los juicios de Nuremberg, el fiscal aquí es minimizado por el carisma, la personalidad y humanidad de otro personaje. En este caso no se trata del juez, sino del elocuente abogado defensor Wilk, quien trata de convencer al jurado que la venganza disfrazada de justicia retributiva –es decir, la pena de muerte- no deja nada a la sociedad y que quitarle la vida a los asesinos es renunciar para siempre a pensar que un mundo mejor es posible. El fiscal, para variar, es derrotado: Leopold y Loeb –en la película y en la vida real- fueron condenados a cadena perpetua, no a la horca.Loeb, por cierto, murió de todas formas en 1936, asesinado en la prisión; Leopold, al contrario, logró su libertad bajo palabra en 1958, se fue a vivir a Puerto Rico, se casó, escribió un libro sobre pájaros y vivió pacíficamente hasta que murió en 1971. Así pues, en la vida real, el abogado defensor Clarence Darrow –el Jonathan Wilk interpretado en Compulsiónpor Welles- tuvo la razón: Leopold pudo rehabilitarse y reconstruir su vida. Se escapó de la justicia (¿o venganza?) del fiscal.