Revista Opinión

Aerofagnosys

Publicado el 16 agosto 2019 por Carlosgu82

Aerofagnosys

Clara llevaba sentada frente al ordenador del aula de CAD tanto tiempo que ni siquiera podía recordar a qué hora había llegado, cuando un alumno vino a interrumpir la quietud que se había adueñado del entorno, desconcentrando al profesor que programaba frente a ella con su burrófera forma de entrar. Lo había visto en otras ocasiones hacer lo mismo, sin saludar ni detenerse para enseñar el pase, pues era ya un viejo conocido y campaba a sus anchas entre los ordenadores, pero eso de entrar por la puerta con las orejeras de los garañones puestas, sin educación ninguna, creía que era una costumbre que se había erradicado de la superficie del planeta cuando se extinguieron los dinosaurios.

El menudo chaval se sentó a unos cinco metros de ella, dejando su lánguida melena azabache caer sobre sus hombros, mientras encendía el equipo que solía usar.

Su sistema comenzó a chequear la memoria y a cargar los controladores necesarios, tiempo que aprovechó el chico para hurgarse con el dedo meñique sus grandes alveólos nasales, con tanta naturalidad que Clara se pasmó, atónita, al ver que, cuando por fin había localizado un ejemplar digno de sacar a la luz, lo extrajo, no sin ciertos meneos de cabeza y dedo y, con la habilidad de un experto cazador, lanzó parabólicamente su embolado perdigón hacia delante, impactando en el centro de la pantalla que presidía la sala, rebotando su parte sólida y adhiriéndose por la viscosa.

Clara, decidida a no seguir mirando la anormal conducta de tal compañero, pues era propensa a experimentar arcadas con cualquier inmundicia que sus ojos contemplasen, volvió a concentrarse en los planos de su Proyecto Fin de Carrera, una vivienda multiforme con capacidad para variar su tamaño, en función de la cantidad de luz solar incidente y el grado de descarga que exhibiesen las baterías autónomas.

Al cabo de otro rato, su amiga Estefanía entró en el aula, saludando como las personas normales, y se dirigió hacia el ordenador más cercano al chico de antes. Éste, ni corto ni perezoso, levantó su vista del monitor al verla acercarse, depositándola ligeramente más baja de su cintura, justo en el momento en que ella le daba la espalda. – Desde luego – pensó Clara – si el cerebro estuviera ubicado en el culo, la telepatía se hubiera descubierto científicamente hace ya muchos años.

A ojo de buen cubero, transcurriría una media hora cuando, como si estuviera poseída por una furia titanoide, Estefanía recogió sus bártulos y se esfumó, abandonando el aula con una prisa sobrenatural mientras agitaba su mano derecha para remover un poco el aire de su alrededor. Extrañada, Clara volvió a su quehacer, pues el dichoso programa de CAD actuaba machistamente, impidiéndole diseñar con tanta eficacia como de costumbre.

¿Por qué no haría una cosa sencillita, como una nave industrial o el restaurante rotatorio de James Bond, en vez de martirizarme con una tarea de tales dimensiones? – se preguntó. Y todavía puedo dar gracias, porque en un principio tenía pensado realizar la Estación Espacial Alfa.

Buscó en su mochila algo azucarado que echarse a la boca, pues sabía a ciencia cierta que la glucosa es el alimento primordial para el cerebro, y un dulce a esas horas del día supondría todo un estímulo para su trabajo. Recordaba haber visto, entre el portaplanos pequeño y la cartuchera, unos pastelillos de chocolate que hábilmente había mangado a su hermano sin que éste se percatase. En el fondo, lo hacía por su bien, pues tanta glucosa no era bueno para su pequeño cuerpo. ¡Échale algo de sangre a tus venas, en vez de tanto azúcar! – solía advertirle.

Desembaló ávidamente uno de ellos, mientras los jugos gástricos segregados por sus glándulas salivales inundaban su paladar, haciendo que el primer mordisco del pastelillo desapareciera tan rápidamente que engulló el resto de un solo bocado.

Fue la voz del chico la que sacó a Clara del ensimismamiento con el que contemplaba desde la ventana la copa de los árboles del jardín, haciéndola volver al mundo real:

– ¿Tienes más de esos?

– ¿Qué? – Parece mentira: si habla y todo.

– Que si te importaría darme uno – dijo mientras se le subían los colores al rostro.

– No, hombre, claro. Toma.

Una fugaz sonrisa de satisfacción iluminó sus ojos negros mientras desenvolvía el dulce, devorándolo como si le fuese la vida en ello, y aprovechando que tenía la boca llena de éste, farfulló:

– ¡Grafhias!

Clara pudo ver con claridad los trozos de bizcocho y chocolate entre la lengua y los incisivos del chaval, repugnándole la visión al tiempo que movía sus manos en respuesta a tal agradecimiento. Para no darle oportunidad alguna, volvió a su trajín e ignoró a semejante ejemplar.

Una rara fragancia inundó su alrededor, desapareciendo casi instantáneamente sin haberla podido catalogar al alejarse el chaval, por lo que continuó su trabajo sin apenas interrupciones hasta que éste, en un alarde de impulso animal para perpetuar la especie, se acercó de nuevo, intentando comenzar una conversación que ella no tenía ni la más mínima gana de entablar.

Fue a decir la primera palabra, cuando el tufillo de antes se aproximó lo suficiente como para ser detectado y catalogado: el zorruno olor a huevos podridos que acompañaba cada movimiento del chaval, impregnado en sus ropas, en sus cabellos, en todo su ser, le hizo experimentar un vahído estomacal, estremeciéndose de dolor al tiempo que un pertinaz mareo se adueñaba de su cuerpo, producido por la repugnancia que preñaba sus sentidos.

Intentó permanecer en su lugar, sin dejar que tan nauseabundos efluvios le hicieran seguir el camino de Estefanía, pero al mirar hacia las pupilas del chico descubrió que éste no hacía nada por controlar esas emanaciones, pues ni siquiera enrojecía de vergüenza al flatular en público. Lo veía tan normal, tan natural, que ¿acaso la aerofagia no está presente en la Naturaleza?

Horrorizada, y aunque había descubierto una forma de controlar los paneles fotovoltáicos sin quebrarse demasiado la cabeza, apagó el ordenador desde el interruptor, sin haber grabado previamente el fichero, mientras una ristra de insonoras irradiaciones intestinales congestionaba el ambiente, cargándolo tanto que ni siquiera un buen baño podría desatorar su olfato de tan hedionda fetidez.

– Oh, lo siento. He de marcharme – exclamó una Clara totalmente apestada, dejando al chaval con la palabra en la boca.

¡Qué desperdicio! – pensó Clara – Este hombre tendría un bonito futuro como abastecedor de combustible para las Centrales con turbina de gas, pero alguien debería enseñarle algo de humanidad con el resto de la especie humana.

 
(R) 1.998 Alejandro Cortés López.


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