El totalitarismo no tiene límites. La biopolítica continúa extendiendo sus tentáculos o palpos u 'observatorios' como ahora gusta llamarlos a lo largo y ancho del tejido social. Una vez que parece tener bajo su dominio a los cuerpos a través de la higienización y normalización de sus costumbres (peso adecuado, presión arterial adecuada, tabaquismo cero y alcoholismo moderado) le ha llegado el momento a los afectos. Se nos avecinan unos años en los que la insistencia acerca de cómo sentir será obsesiva. La justificación es, como casi siempre, la misma. La eliminación de la violencia de los afectos y la mejora de la socialización del animal humano. Ya se están imponiendo cursos de formación del profesorado donde se imparte esa 'disciplina' cuyo mayor mérito es el oxímoron que la define: la inteligencia emocional. Todo en aras, insisto, de que los profesores valoren cada vez más las aptitudes sociales y afectivas de los alumnos, algo que les resultará de gran utilidad en este mundo donde, efectivamente, la autonomía carece cada vez más de sentido y donde lo importante son las tribus reales o virtuales donde uno consiga integrarse. La crítica a esta biopolítica de los afectos no viene del lado de su imposibilidad (ya avisaba Guattari que el capitalismo es el único sistema totalitario que inhabilita al que lo sufre para ejercer la protesta), sino de su monolitismo y uniformidad. Por si el cine y la literatura normalizados no fuesen suficientes para domesticar y estandarizar los dominios emocionales, los poderes públicos han extendido su visión de lo políticamente correcto hasta llegar a lo 'afectivamente correcto'. Se pretende así uniformizar lo que en principio ha sido siempre una diversidad (maneras de amar y de odiar, de relacionarse, en definitiva), adquirida en las biosferas denominadas familia, pandilla, etc. Me viene a la memoria el estupendo corto 'Cazadores' de Achero mañas. Preguntados la mayoría de los protagonistas por qué se dedicaban a masacrar a los animales que tropezaban por el barrio, todos los preadolescentes respondían unánimemente que por diversión. Una conducta adquirida, sin duda alguna. Uno de ellos, después de acabar con la vida de un gato, llega a empatizar con el animal y comprende el sufrimiento infringido por vía directa, la de la experiencia. Memorable es la escena en el que todavía niño acude a rescatar el cadáver para ir a enterrarlo en un descampado. Cabe preguntarse qué habría sido de estos muchachos si antes hubiesen sido adoctrinados en el colegio por profesores y psicólogos acerca de la perversión de tales conductas. Un discurso, este último, que conocían por cierto a la perfección el par de psicópatas asesinos de 'Funny Games'.