Conozco un hombre que el día que firmó un contrato para jugar en la ACB sufrió un accidente de tráfico que le dejó cojo de por vida, ahora juega de vez en cuando con los amigos, incluso cojo puede derrotarlos a todos. Conozco una chica que canta como Janis Joplin y no ha ganado un euro jamás cantando, pasa tediosas jornadas de ocho horas tras una caja en un centro comercial: los sábados quema su garganta en un local que huele a humedad junto a un grupo de aficionados. Conozco un chaval de treinta años que juega al fútbol como Lionel Messi pero jamás ha jugado un partido en un gran estadio, juega con sus amigos, a veces en vaqueros. Conocí en la adolescencia grandes escritores que nunca publicaron nada, todos eran geniales, brillantes y jóvenes, todos hacen ahora sesudos discursos en bodas o escriben blogs que apenas tienen visitas. Conozco un grandísimo piloto de carreras que nunca atravesó la línea de meta. Conozco al mejor ajedrecista de mi pueblo y al mejor acuarelista de los últimos cincuenta años. Conozco un tenista glorioso que nunca se retiró porque nunca llegó a disputar un partido. Conozco un mago que hace trucos imposibles en las cenas de Navidad. Conozco al mejor nadador de mi generación. Conozco una mujer que cuando sale de la oficina juega a bailar en la soledad de su apartamento: a sus cincuenta y dos años realiza a la perfección el Fouetté en tournant. Conozco un montón de gente con talento que nunca ha destacado haciendo aquello que ama, porque todos trabajan en otra cosa.
No son la cara de la derrota porque nunca llegaron a competir, son la otra cara, el otro juego, la categoría que no existe, el canon que nadie propuso, el filo del espejo, la parte de la navaja que no corta. Me jacto de conocer grandes personalidades en diversas disciplinas artísticas o deportivas o lúdicas que siendo gigantes nunca destacaron; hombres y mujeres brillantes que nunca brillaron. Todos son grandes en sus aptitudes y todos son igual de desconocidos, genios anónimos respetados por su entorno como si fueran clásicos, con una autoridad inquebrantable en aquello que practican en sus horas libres.
La diferencia entre un profesional y un aficionado estriba en que el primero cobra por lo que hace y, además, lo hace siempre; el segundo no cobra y solo lo hace cuando puede y le apetece. Dinero y obligatoriedad, esa es la línea que separa al escritor de domingo del escritor a tiempo completo. La misma lógica se puede aplicar en cualquier otro ámbito. El dinero, que todo lo mancha, también todo lo oficializa, de tal modo que si algo está firmado con la rúbrica del dinero tiene ya de por si una legitimidad inalcanzable para los que hacen algo sin esperar nada a cambio. Hay sin embargo un hilo misterioso que une a todos estos genios, una voluntad al margen de la disciplina, la obligatoriedad y el oficialismo: la dignidad. Todos hacen aquello que aman porque buscan cierta forma de dignidad que no está reconocida en ningún sitio, todos saben que hubieran llegado al pódium pero a ninguno le importa. A veces, cuando por casualidad he juntado a dos de estos especímenes, se miran entre ellos con un respeto reverencial que parece obedecer a un código secreto, como si fuesen los últimos portadores de una verdad en peligro de extinción.
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