Revista Cultura y Ocio

Afirmacionismo y negacionismo

Por Zogoibi @pabloacalvino

Afirmacionismo y negacionismoAntes que nada, una aclaración: Últimamente, y de manera harto malintencionada, se ha adulterado el significado real de la palabra negacionista (“el que niega determinadas realidades y hechos históricos o naturales relevantes, especialmente el holocausto”, según la RAE) para, aprovechando su carga peyorativa, aplicárselo a quienes, sin negar nada, simplemente prefieren no vacunarse contra la covid. En este texto, por simetría morfológica denomino afirmacionistas a los guerrilleros de la vacunación universal obligatoria y, en general, a quienes aceptan de modo acrítico cualquier información (por muy infundada, contradictoria o absurda que sea) relacionada con dicha enfermedad siempre que provenga de la OMS, las agencias del medicamento, las autoridades sanitarias u otros entes a los que la prensa generalista condescienda en otorgar marchamo de veracidad.

Aparte, para evitar cacofonías y redundancias, a veces sustituyo la palabra vacuna por la más apropiada medicamento o la más específica FIASCO (Fórmula Intravenosa Anti Sars-COv-2), de mi propio cuño.

Y entro ya en materia. Según vienen demostrando las estadísticas (y declaran los propios fabricantes), las vacunas covid disponibles hoy día, si bien disminuyen la nocividad del coronavirus en el inoculado que lo contrae y mejoran sus condiciones de recuperación (que no es pequeño logro), no impiden que pueda contagiarlo a terceros en igual medida que el no inoculado; de donde se sigue que la vacunación, aunque útil para auto-protegerse, resulta inefectiva para proteger a los demás. O dicho de otro modo: con su rechazo, el negacionista no arriesga la salud de otros, sino sólo la propia. Sin embargo, esta sencilla realidad -comprensible hasta para el más cortito-, lejos de servir para atemperar la beligerancia de los afirmacionistas ha hecho que se pongan bastante nerviosos -cuando no desquiciados- al ver invalidado su argumento inicial; lo cual, dicho sea de paso, da una buena pista sobre la irracionalidad de su credo.

En efecto, cuando aparecieron estos medicamentos, y en tanto creímos -con la confusión entonces reinante- que inmunizaban de verdad (es decir, que evitaban tanto el contagio pasivo como el activo), el afirmacionismo abogó por su obligatoriedad universal en aras de un pretendido bien común y bajo la irrechazable consigna de la “solidaridad y responsabilidad hacia los demás”; e incluso muchas voces, habida cuenta la elevada ocupación hospitalaria durante la “primera ola”, pidieron preterir a los no vacunados respecto a los demás en la asignación de los recursos sanitarios precisos (respiradores, camas de UCI y personal); sin que faltase, por supuesto, algún necio que, llevando sus postulados hasta la histeria, equipararó el negacionismo al homicidio involuntario. Pero con el drástico descenso de las hospitalizaciones -por un lado- y el fiasco parcial de las FIASCO -por otro- el argumento del bien común quedó inservible, y el afirmacionismo, para sostener sus anatemas, hubo de buscar una nueva herejía con la que perseguir a los infieles; herejía que no tardó en encontrar, y que formuló así: “Como los no vacunados que contraen la covid la padecen con mayor gravedad, su atención médica nos cuesta más dinero a todos; así que ¡que se la paguen de su bolsillo!”.

Como primera reflexión, resulta curioso observar a lo que se ha visto reducida la bondadosa solidaridad de quienes presumían de un prioritario interés por la salud de los demás: a un repentino celo -que nunca antes habían dicho sentir- por las arcas públicas. De preocuparse por los enfermos y fallecidos pasaron a protestar por el dinero que los negacionistas le cuestan al contribuyente. Me parece que más de uno “debería hacérselo mirar”.

Pero aceptemos, no obstante, su tesis (y creámonos además -aunque sea muy discutible- que el negacionismo redunda en mayores costes sanitarios): puesto que los respiradores y las camas de UCI son muy caros, ¿por qué ha de sufragar el Estado ese “caprichoso gasto innecesario”? Vale; es un punto de vista que, en principio, se podría admitir… como también podría admitirse el diamentralmente opuesto: ¿Y por qué ha de sufragar el Estado el colosal gasto de vacunar a todo el mundo? Quien quiera protegerse -dirá el negacionista- que se lo pague de su bolsillo, igual que se paga el airbag si quiere tener un coche más seguro. ¿O es, acaso, más caro hospitalizar al ínfimo porcentaje de la población que lo precisa, que inocularnos a todos una FIASCO cada seis meses? Estos días atrás, sin ir más lejos, se tiraron -o regalaron a otro país- un millón de dosis no utilizadas (por culpa de la generosa incompetencia de los poderes públicos); dosis que, a un coste medio -echando por lo bajo- de 20 € por unidad (las utilizadas nos salen aún más caras, pues hay que sumarles los costes laborales del pinchazo), ascienden a veinte millones de euros. Ya podrían pagarse, ya, unos cuantos respiradores y camas de UCI con ese dinero, literalmente derrochado por el afirmacionismo estatal y comunitario. Pero este caso es sólo uno entre cientos. En total, la cantidad de dinero público que, por uno u otro concepto, se dilapida con ocasión de la insidiosa campaña vacunal (para prioritario y casi exclusivo provecho de Big Pharma) es tan incalculable como desproporcionada, y probablemente no inferior a lo que costaría curar a todos los enfermos aunque no se vacunase nadie. Eso por no mencionar las astronómicas -y aún más incalculables- pérdidas que supone la paralización parcial, tan aplaudida por el afirmacionismo, de la economía nacional a causa de esta magnificada crisis; una riqueza cesante con la que podríamos dotarnos de recursos médicos más que suficientes para cualquiera que los necesitase. Aparte de que, al fin y al cabo, la auténtica inmunidad de rebaño (y la única posible) se consigue cuando una población ha contraído y superado una enfermedad, no cuando se vacuna contra ella.

Como se ve, es cuestión de puntos de vista; pero aun así, se me hace a mí que aquí lo mollar no está en cuál adoptemos, sino en que, a partir de él, mantengamos la debida coherencia. En su ensayo El mito de Sísifo, Albert Camus escribía: “Para un hombre que no hace trampas, lo que cree verdadero debe regir su acción”; irreprochable principio de honestidad intelectual que nos obligaría, si pedimos que los negacionistas se sufraguen sus propios y caprichosos gastos sanitarios covidianos, a pedir lo mismo respecto a todos los gastos que cualquier otro ciudadano cause caprichosamente a la sociedad: digamos, por ejemplo, el rescate de un montañero perdido, el aborto de la mujer que no tomó precauciones, el herpes genital que contrajo un libertino, el salvamento de un bañista atrevido, el carcinoma cutáneo por exceso de bronceado, la reducción de estómago del glotón, el enfisema pulmonar del fumador, la diabetes del goloso, la cirrosis del bebedor… Ninguno de estos males trae causa en satisfacer una necesidad básica, ejercer un derecho especialmente consagrado o desarrollar una actividad que contribuya a la prosperidad general o al bien de la sociedad, sino en el mero antojo o irresponsabilidad de quienes los concitan; de modo que los gastos originados, que sufragamos entre todos, podrían evitarse si esas personas, siguiendo el ejemplo de los afirmacionistas, pensaran más en el Tesoro Público.

Podría parecer que los casos mencionados se diferencian del del negacionista en que, en aquéllos, el individuo obtiene al menos un beneficio, un placer que -en principio- mejora su bienestar personal (hacer deporte, gozar del sexo, disfrutar un cigarro…), mientras que el negacionista nada parece ganar con no pincharse la FIASCO; pero ¿y quién es nadie para dictarles a los demás cómo pueden mejorar su bienestar u obtener una satisfacción? ¿Dónde situamos los límites de la libertad personal? ¿Con qué criterios concretos decide nuestra sociedad lo que nos está permitido para que aceptemos asumir colectivamente las consecuencias económicas? Tengo para mí que el negacionista, ese demonizado sujeto que prefiere obviar la relativa protección de la vacuna según le dicta su propio juicio, su personal ponderación entre riesgos y beneficios, su forma de entender tanto el bien propio como el común, o simplemente su -más que justificada- desconfianza hacia las voces oficiales, la total opacidad informativa y los medicamentos experimentales administrados en masa sin prescripción médica personalizada, no es intrínsecamente más egoísta ni merece más penalización que el excursionista, la bronceada, el bañista, la fornicadora, el libertino, el glotón, el fumador, el bebedor, etc. Todos ellos asumen riesgos “innecesarios” cuyos gastos, si se producen, vamos a sufragar los demás. ¿Pero únicamente al no vacunado de covid le negamos el derecho a una sanidad gratuita?

Mucho cuidado con abrir esa puerta, porque podría dar lugar a un total replanteamiento de los principios -sean cuales sean- en que se basa nuestra cohesión social, y quizá diésemos al traste con ella. Si ahora decidimos que, con nuestros impuestos, no vamos a costear la curación a los negacionistas, éstos podrían contestar que vale, pero que ellos, entonces, no contribuyen a los gastos de vacunación; o mejor aún: puesto que, en última instancia, todo contagiado -inoculado o no- ha contraído el virus por su propia negligencia (ya que está en manos de cada uno de nosotros extremar al máximo las medidas de precaución), ¿por qué hay que costear públicamente la curación de ninguno? ¡Que se pague cada cual la suya! Si el vacunado tiene menos probabilidades de incurrir en elevados gastos, mejor para él, ¿no es cierto? O, siguiendo por el mismo camino, más tarde alguien podría decir que no quiere financiar servicios públicos de los que no puede beneficiarse, que el Ministerio de Desigualdad lo costee quien crea en él, que la ideologización escolar la pague quien la desee, y así sucesivamente; o bien, ya puestos, desmantelemos el Estado del Bienestar y que cada ciudadano se busque la vida con su propio dinero… Quizá sería muy interesante, e incluso necesario, abrir esos debates, pero ¿es eso lo que quieren los afirmacionistas?

Por supuesto que no. Lo más sangrante de sus protestas es que, tras ellas, ni siquiera subyace una sincera preocupación por las arcas públicas, ya que, aunque los negacionistas consintieran en suscribir un seguro privado de enfermedad covid, el afirmacionismo seguiría sin conformarse y buscaría sucesivos casus belli para continuar demonizando sin tregua a quienes considera sus enemigos, pues los percibe como el origen último de su desazón interior… En el fondo, la actitud del afirmacionista sólo se explica desde la psicología, desde el subconsciente del individuo: aquél que se vacunó -o así quiso creerlo- por solidaridad y responsabilidad social, se considera moralmente superior al negacionista y tenderá a seguir condenándolo aun después de saber que la FIASCO es tan poco altruista como el airbag; aquél que se pinchó por aprensión o por aceptación social, lo condenará porque envidia su mayor presencia de ánimo o independencia; y aquél que, habiéndose mostrado al principio abiertamente contrario al dichoso medicamento, cedió después a la presión externa y consintió en inoculárselo, condenará el negacionismo para atemperar la disonancia cognitiva que le ha generado el haber hecho algo contrario a sus propios pensamientos. Ya sea por una causa o por otra, el afirmacionista desarrolla una muy humana frustración al ver que, tras haberse vacunado, no está más a salvo de contagiarse, ni es menos peligroso para los demás, que su prójimo negacionista; y por eso éste le resulta tan molesto: porque su vecindad le recuerda constantemente dicha realidad y lo obliga a preguntarse -quizá en lo más íntimo de su ser- si no se le habrá quedado cara de bobo al dejarse poner la vacuna, o al defenderla con tanto entusiasmo; de manera que, para eliminar esa frustración, es preciso erradicar a tan incómodos ciudadanos, exterminándolos si hace falta. Como dijo el ministro de salud alemán: “El próximo año todos los alemanes estarán vacunados, curados, o muertos.” ¡Venga ahí, con un par!


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