Nunca acabé de entender demasiado bien cual es la bondad del aforamiento, figura del ordenamiento jurídico que permite a ciertos cargos públicos tener un trato diferente en caso de enfrentarse a los tribunales. Que un niño o un enfermo mental tengan tratamientos distintos al de un adulto sano y responsable parece lógico, pero más allá de estos casos particulares simplemente se trata de una evidente conculcación del principio de igualdad ante la ley. El cohecho o la malversación de fondos, por poner dos ejemplos de corruptela típica en la que caen los aforados, serán los mismos sea el comitente miembro o no de esta exquisita élite. Los jueces capacitados para su evaluación y sentencia deberían por tanto ser igualmente los mismos.
Ahondar en que nuestro país es uno de los que tienen más aforados ya parece baladí, siendo como es tan habitual que en cuestiones en las que se traspasan los límites de la decencia y la vergüenza torera seamos tan españoles de esos de “¿a qué quieres que te gane?” La única aberración liberticida en la que parece que perdimos el tren es Eurovisión. En el resto de dudosos honores, especialmente en aquellos que pisotean la Libertad de los ciudadanos, somos tan competitivos y fiables como lo somos a fútbol, baloncesto o bádminton femenino.
Los políticos, incluso los de cuna real, deberían estar sometidos al mayor de los escrutinios posibles. Unos porque libremente acceden al cargo presentándose a las elecciones que corresponda. Los otros por obtenerlo mediante el endeble mérito de ser vos quien sois. Todos son servidores del resto, sufridos contribuyentes, que pagamos carísimos los servicios que nos prestan, todo sea dicho, de una pésima calidad. La ridícula figura del aforamiento debería ser desterrada de cualquier compendio de leyes medianamente coherentes con la defensa de las libertades individuales. Si todos somos iguales ante la ley, todos seguimos el mismo procedimiento para ser juzgados, sin importar a qué nos dediquemos o cómo nos ganamos la vida. Si no tiene sentido que un carnicero y un empleado de banca se enfrenten a una infracción por conducir ebrios con distinto procedimiento, tampoco lo tiene que un diputado lo haga, sea cual sea el delito que le imputen.
Es más, a diputados y otros miembros del club se les debería aplicar el principio de que aquel que redacta un contrato, en este tema una ley, no puede interpretarla en caso de ambigüedad junto con el de que para un servidor público todo lo que no esté expresamente permitido les está expresamente prohibido. Sería curioso ver hasta que punto retuercen y llegan para poder permitirse sus excesos.
Cosa distinta es como se puede articular todo esto desde nuestra Constitución que, como siempre, monolítica y anquilosada, escudada en una falsa seguridad jurídica y en un pésimo sentido del mantenimiento de las garantías de los procesos judiciales, solo pone pegas a su necesaria actualización. Es momento de ver como todo el mundo se retrata. De oír las mismas excusas de nuevo, del no es momento, del no me sea demagogo. Y de la enésima rectificación del gobierno de Sánchez. Todo es de nuevo una cortina de humo. Una reforma constitucional se saca cocinada del horno y esta no es que esté cruda, es que aun no han empezado ni a pelar las patatas.
Publicada en DesdeElExilio.com