Habiendo terminado de leer la autobiografía de Agatha Christie, escrita a los setenta y cinco años, me admiro de la humildad de esta gran escritora. Los grandes siempre son humildes. Valga decir que nunca se ha considerado escritora, ni siquiera cuando ya llevaba una decena de novelas publicadas. Tardó muchos años en tener un lugar o habitación propios para escribir, pues no lo consideraba necesario: aprovechaba un rincón de la cocina o incluso del lavabo para teclear su máquina. Eso sí, siempre contó con la ayuda de una cocinera y de una nurse para su hija Rosalind, en un tiempo en que la guerra y su clase social quizás no era lo más apropiado. Ella prefería el servicio a un coche, que pudo tener gracias a los beneficios de su primera novela (un Morris descapotable de los años 20).
"Me había acostumbrado a escribir en lugar de bordar fundas de cojines", dice. "Se comienza inflamada por una idea, llena de esperanza y seguridad (son las únicas ocasiones en que me he sentido llena de confianza). Si fuéramos lo bastante modestos, nunca escribiríamos. Hay un momento estupendo en que se concibe la idea, se piensa cómo se va a escribir y se comienza la tarea en un cuaderno, presa de exaltación. Entonces se presentan las dificultades, no se ve cómo seguir adelante; al final, realizamos, más o menos, lo que nos habíamos propuesto, pero cada vez más desanimados. Acabamos con el convencimiento de que no sirve para nada. Después de un par de meses, comenzaremos a preguntarnos si, después de todo, no resultará que está bien."
En el transcurso del tiempo, fue cediendo derechos de publicación a sus parientes, pero el que más beneficiado salió fue su nieto Matthew, pues los derechos de representación de la obra teatral La ratonera lo convertirán en el más beneficiado (esta obra lleva representándose 50 años ininterrumpidos en Londres).
Divorciada de su primer marido, Archie, emprende sola un viaje en el Orient Expres hacia Irak, donde conoce al que será su segundo marido, Max, un arqueólogo varios años más joven que ella pero que comprenderá su trabajo y la acercará al apasionante mundo de las ruinas donde trabaja: Nimrud, Ur, Nínive, nombres mágicos de la antigüedad que reaparecen cuando surgen objetos enterrados bajo las arenas de ese tiempo olvidado.
Agatha ejerció de hija, de esposa, de madre, de enfermera, de ayudante de farmacia y además, de escritora en sus ratos libres, los que robaba al vuelo mientras pasaba la vida. Aficionada a comprar casas, decorarlas y venderlas, siempre tiene en su corazón a su adorado Ashfield, la casa familiar donde nació y fue feliz.
Tuvo la fortuna de poder dar la vuelta al mundo viajando con su primer marido, lo que dio perspectiva y alas a su imaginación.
A sus setenta y cinco años, puesta la vista atrás para relatarnos su vida, también nos hace partícipe de su miedo a no poder escribir más. Cree que quizás el tope esté en los ochenta años, aunque quizás no exista siempre que pueda seguir soñando.
Huye de las fiestas, de las reuniones multitudinarias; como buena escritora, es tímida. Y sigue sintiéndose una extraña a pesar de los reconocimientos y los éxitos: "Creo que estoy fingiendo algo que no soy, porque, incluso hoy día, no me veo a mí misma como a una escritora. Tengo aún el sentimiento de culpa de ser una impostora." Aún así, su fama le llevó a cumplir el sueño de su querida Nursie: Cenar con la reina de Inglaterra.
Comenzó a escribir su autobiografía en 1950, en su casa de Bagdad, y la terminó quince años más tarde, en Wallingford, dando gracias por una afortunada vida.