Revista Cine

Ágora

Publicado el 14 septiembre 2010 por Diezmartinez
Una advertencia no pedida pero necesaria: después de la crítica de cine, creo que el trabajo ideal para mí hubiera sido el de cronista beisbolero o, en su defecto, historiador especializado en la antigüedad romana. Desde mi pre-adolescencia, cuando vi en la desaparecida Imevisión la teleserie Yo, Claudio (1976), todo lo romano me fascinó: me leí las novelas canónicas de Graves y el Memorias de Adriano de la Yourcenar para luego pasar a los clásicos como Suetonio, Tácito, Julio César, Flavio Josefo y, de ahí, a los orígenes del cristianismo, los evangelios apócrifos y demás pedacería. Me he chutado ensayos memorables como Tiberio, Historia de un Resentimiento, lo mismo que biografías eruditas de Livia y hasta novelitas menores pero bien investigadas, como Pilatos.
Escribo todo lo anterior para aclarar que, precisamente por esta malsana afición personal, acaso me he dejado llevar por mi entusiasmo al escribir de Ágora (España, 2009), el ambicioso quinto largometraje del versátil chileno educado en España Alejandro Amenábar (Tesis/1996, Abre Tus Ojos/1997, su obra mayor Los Otros/2001, Mar Adentro/2004). Me doy cuenta, además, que el guión escrito por el propio cineasta y su colaborador habitual Mateo Gil toca algunos de los temas que más me atraen de ese periodo, en especial la conversión del cristianismo de religión proscrita a doctrina oficial del Estado bajo Constantino y sus descendientes. Sin embargo, también estoy convencido que, más allá de mi inclinación personal por este tipo de temas históricos, el filme de Amenábar se sostiene por sí mismo como un intento más que decente en un género fílmico, el de "togas y sandalias", que Hollywood ha renunciado desde hace rato a realizar. Así, pues, sea por los costos de la producción que implica la reconstrucción de la época romana, sea porque hay cada vez menos directores capaces de dirigir cine épico como se debe, sea porque Kirk Douglas ya no está en condiciones de pelear a espadazo limpio, lo cierto es que Hollywood ya no hace "cine romano" y menos como lo ha hecho esta vez Aménabar.
La historia nos ubica en Alejandría, en el 391 d.C., una época y una ciudad especialmente convulsas en la última era del Imperio Romano. Ahí, insólitamente, la filosófa neoplatónica Hipatia (Rachel Weisz, tan convincente como bella) -que es un personaje histórico auténtico, la primera científica de la que se tiene razón-, da clases de matemáticas y astronomía a sus alumnos, todos ellos miembros de las élites político-económicas, sólo separados por sus distintas creencias religiosas: mientras algunos siguen creyendo en sus antiquísimos dioses como Serapis, otros más han caído bajo el influjo del cristianismo, que avanza a pasos acelerados por todos los confines del Imperio, bajo el principado de Flavio Teodosio Augusto.
El filme tiene tres líneas dramáticas claramente establecidas: 1) las dificultades intelectuales de Hipatia por encontrarle sentido al Sistema Solar; 2) su enfrentamiento con el fanatismo religioso del ascendente cristianismo representado por el Obispo -y futuro santo de la iglesia- Cirilo (Sami Samir); y 3) su frustrada relación amorosa, por partida doble, con Orestes (Oscar Isaac) -quien terminará siendo el prefecto de Egipto- y con el resentido esclavo de ella, Davo (Max Minghella), quien se transformará en un violento cristiano parabolano después de que ella lo libere de su esclavitud. Aunque, para ser precisos, habría que aclarar que la frustración en la susodicha historia de amor es la de ellos (Oreste y Davo) hacia ella, pues la Hipatia de Rachel Weisz -como, aparentemente, fue la Hipatia histórica- no se interesó mucho en ningún hombre y sí en los grandes misterios físicos/matemáticos/astronómicos: qué fuerza hace que las cosas caigan hacia la tierra, cuál es el centro de nuestro sistema planetario (¿el Sol, como decía Aristarco, o la Tierra, como afirma Ptolomeo?), cuál es la órbita de los planetas si es que éstos se mueven (¿circular?: ¡no tiene sentido!)...
La reconstrucción de la Alejandría del fines del siglo IV e inicios del siglo V es de verdad espectacular -he aquí F/X digitales sabiamente utilizados-, las escenas violentas y de acción están competetente dirigidas por Amenábar, el reparto protagónico y extendido es de primer nivel -habría que sumar a los ya mencionados al gran Michael Londsdale como Teón, padre de Hipatia; al isarelí Ashraf Barhoum como el desatado fanático parabolano Amonius; y a Homayoun Ershadi, inolvidable actor de Kiarostami en El Sabor de la Cereza (1997), como Aspasio, el fiel esclavo/asistente de Hipatia- y, además, los temas intelectuales/históricos/religiosos que plantea la cinta son tratados con inteligencia, sin renunciar, es cierto, a un didactismo más o menos evidente en un diálogo clave ("Tú no dudas en lo que crees, yo debo dudar de todo", le dice la escéptica Hipatia a su exalumno Sinesio, Obispo de Cirene -bien interpretado por Rupert Evans-, cuando éste le pide que abraze el cristianismo para poder salvar su vida).
Por supuesto, no cierro los ojos ante los problemas del filme: una recurrencia pomposa a un punto de vista diríase que casi cósmico -al inicio, al final y en otros momentos, nos acercamos a la acción viendo el planeta Tierra desde el espacio exterior- y un uso innecesario del ralentí en algunas escenas, especialmente en la climática secuencia final, que bien pudiera haberse resuelto de una forma un tanto más sobria. Pero, vamos, ¿a quién quiero engañar? La verdad es que el filme me pareció fascinante la mayor parte de las ocasiones: como ya lo anoté arriba, el tema me interesa y creo, por lo que he leído de esa turbulenta Alejandría de los siglos IV y V -recomiendo x libro- que Amenábar ha hecho un filme meritorio por su seriedad histórica y su complejidad dramática. Pero, bueno, tome estos apuntes con advertencia -éstos y todos los demás que salen de mi pluma- y luego que vea Ágora, platicamos.

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