Edición: Altamarea, 2019 (trad. Raquel Olcoz)Páginas: 120ISBN: 788494957079Precio: 16,90 € Leído en la edición en catalán de Edicions de 1984, trad. Alba Dedeu, 2018.
Los clásicos nunca dejan de hablar de nosotros, de alumbrar alguna verdad que, no importa cuántas veces se haya contado, vuelve a sonar con fuerza en las palabras de los maestros. Y, qué duda cabe, Alberto Moravia(Roma, 1907 – 1990), un referente del neorrealismo italiano, es uno de ellos. Esta novela breve, Agostino (1945), se inscribe en la tradición de la literatura iniciática de Primer amor (1860), la célebre nouvellede Iván Turguénev, un género en el que también merece la pena citar El bello verano (1949), de su coetáneo Cesare Pavese. Como en muchos relatos de aprendizaje, la historia se desarrolla durante los meses estivales, que marcan la transición del niño al mundo de los adultos. El protagonista, Agostino, veranea con su madre en un pueblo de la costa; huérfano de padre, ha compartido una tierna intimidad con su progenitora desde que tiene memoria. Sin embargo, la situación está a punto de cambiar: en la playa, su madre conoce a un joven que la invita a salir a navegar con él. En ocasiones los acompaña Agostino; pero él, consciente de que ese no es su sitio, pronto evitará por voluntad propia unirse a sus excursiones. Al tiempo que se aleja de ella, el muchacho conoce a un grupo de adolescentes, un poco mayores que él, con los que traba amistad.La novela narra de forma brillante la entrada en la pubertad de Agostino, esa edad entre dos mundos, cuando deja de ser el niño mimado de mamá, pero todavía no es un chico espabilado como los otros. La iniciación del personaje se desarrolla en dos esferas: por un lado, el distanciamiento de la madre en particular y del espacio doméstico en general; por el otro, la apertura a ese nuevo horizonte que encarnan para él los chavales. Con respecto a lo primero, las escenas iniciales del libro representan una suerte de imagen de postal: la complicidad entre madre e hijo en la playa, una belleza serena, la calidez del amor maternofilial, la lozanía de sus cuerpos, una pequeña familia burguesa. El niño percibe el atractivo de su madre, aún joven, y se respira un erotismo tenue en sus veladas. Cuando el desconocido irrumpe en sus vidas, los acontecimientos se precipitan. Al descubrimiento, doloroso, de que su madre no es solo su madre, sino una mujer independiente, con sus inclinaciones, sus amigos, su goce de vivir, se suma su propio despertar carnal. El autor plasma ese momento en el que la conciencia del cuerpo, de la sensualidad de la madre, deviene incómoda para el muchacho. La insinuación de su desnudez, el hecho de compartir habitación, deja de ser inocente y adquiere tintes indecorosos. La cercanía física con ella le produce de pronto un rechazo insoportable; Agostino siente la necesidad de tomar distancia, buscar su propio espacio, proyectar su deseo incipiente en alguien con quien no comparta lazos de sangre. Esto lo empuja a la pandilla.El segundo frente lo conforman los adolescentes, que, a diferencia de él, son de extracción humilde: chavales embrutecidos, malhablados, bandarras. En un principio, la candidez de Agostino lo vuelve el blanco de las burlas; con todo, él se obsesiona con hacerse su amigo, con pertenecer a la pandilla. Este es el otro motivo de su coming-of-age: la importancia del grupo de pares, el ansia por «formar parte de algo» que tan bien plasmó Carson McCullers en Frankie y la boda (1946). La relación con ellos no está exenta de contradicciones: Agostino sufre por la violencia, física y verbal, que ejercen sobre él, y no comulga con sus prácticas ilegales; aun así, se siente atraído por la nueva perspectiva que suponen. En su empeño por integrarse, hace lo posible por asemejarse a ellos: de modificar su estilo de vestir a aceptar el apodo («Pisa», por su ciudad de nacimiento) que le ponen; sustituye los modales exquisitos que le inculcó su madre por un embrutecimiento progresivo. Le da igual que esto lo aparte de la sociedad civilizada que hasta ahora constituía su lugar; la influencia de los chicos en él lo lleva a preferir la sordidez. Lo que antes le resultaba indiferente –la ropa elegida por la madre, la conciencia de los privilegios de su clase social, su propia ingenuidad– se le aparece como algo vital. Entre los jóvenes, además, hay un chico negro; Agostino, que no había conocido a ninguno, entabla un trato distinto con él, por cuanto comparten una condición de marginalidad.
Alberto Moravia