Hubo una época en que el único momento de mi jornada que valía la pena era aquel en que tenía que bajar a la sala de cultivos celulares. Era una sala aislada, con doble puerta para evitar contaminaciones y que, habitualmente, garantizaba soledad. El trabajo manual y repetitivo permitía, además, desconectar. Allí me bajaba yo con auriculares y pasaba horas entre tubos y placas cantando sin reparo. Por aquellos días había sacado su primer disco Vetusta Morla (Un día en el mundo) y de tanto escucharlo me permití sustituir en la sala la voz de Pucho a base de volumen, voluntad y poco más.
Tiempo después supe que una sala aislada no es necesariamente una sala insonorizada, y que los caminos de los conductos de ventilación son inescrutables. Se había extendido un rumor por el instituto: en cierto microscopio se hace muy difícil trabajar porque de algún lado no para de salir una voz desafinada pretendiendo algo que nadie termina de entender.
El trabajo, igual de infructuoso, se tornó silencioso y un agosto falleció. El mayor rédito profesional que obtuve fueron los amigos que aún me acompañan. Y gracias a eso.
Han pasado diez años. Ahora respeto muchísimo más los conductos de ventilación y a la gente que sabe cantar. Y Vetusta Morla tiene disco nuevo. Mismo sitio, distinto lugar.