"Agosto enfría el rostro", le dijo el abuelo de camino a la huerta.
Nemesio, el padre de su padre, murió el verano del cincuenta y pico en el pueblo de Pajareras. No son muchos los recuerdos que guarda de él, aunque conserva una clara idea de alegría y cariño. Se acuerda vagamente de un hombre viejo que la llamaba princesa, frente al título de reina que tenía reservado para su hermana María; del pueblo de fachadas blancas y calles empedradas, repletas aún de bestias, moscas y chiquillos; de las largas tardes apacibles jugando a las cartas en la mesa camilla y de una casa enorme llena de recovecos y cuartos extraordinarios, atestados de cachivaches. Aparte de eso, retazos sueltos, náufragos en un mar arcano, como el de un día en que al abuelo le sacaron una muela entre gritos y reniegos que le llegaban amortiguados, después de atravesar un par de estancias y doblar algún que otro pasillo.
Su abuelo había sido siempre un hombre de campo y, ya jubilado, conservaba una pequeña huerta en la que cultivaba verduras y frutas de temporada. Tenía la costumbre de marcharse muy temprano y volver a la hora del almuerzo con las alforjas cargadas de grandes tomates, irregulares y rosados, judías verdes delgadas y algo vellosas al tacto, berenjenas formidables de un morado profundo o pimientos rojos alargados y puntiagudos que ensartaba con una aguja en ristras de a veinte y que después colgaba en las paredes del patio. De vez en cuando cedía a los ruegos de las nietas y las llevaba consigo a la huerta. Las despertaba cuando aún estaba alboreando la mañana y les preparaba un café con pan migado, aparejaba la borrica gris, las subía a las dos a la montura y se llevaba al animal halando del cabestro.
Elisa conserva la remembranza de una madrugada de agosto en que el frío empezaba a enseñar los dientes. De camino a la huerta, a ella se le estaban quedando las rodillas entumecidas, por más que se las frotase con ambas manos, así que su abuelo se las cubrió con la tela de las alforjas. "Agosto enfría el rostro", le dijo mientras la arropaba, citando uno de esos refranes meteorológicos propios de la gente de campo. Y ya no volvieron a acompañarlo más porque al poco tiempo enfermó de una uremia mal diagnosticada y en unos días falleció. La última noche del abuelo, con la agitación por la enfermedad y la inminencia de la muerte, habían acomodado a las dos hermanas en una habitación del doblado donde usualmente no dormía nadie, amueblada con baúles de madera llenos de sábanas amarillentas, mantelerías apolilladas y ropa de otra época. Se acostaron en una cama de de madera grande, algo desvencijada y horadada por la carcoma, con un incómodo colchón de lana, y estuvieron excitadas e inquietas, charla que te charla, inconscientes de la tragedia y desveladas por el trastorno en la rutina diaria hasta que, cerca del alba, las venció el sueño. Por la mañana, su padre las despertó para anunciarles el fallecimiento del abuelo.
Pero la noticia, recuerda Elisa, al contrario de lo que sucedía en las películas, cuando la protagonista se enteraba de una desgracia, no la emocionó especialmente: no sintió ganas de llorar ni un ahogo insoportable ni un vacío en la boca del estómago. Al contrario, sus sentimientos se hallaban embotados, romos, al punto de que la inoportuna impasibilidad despertó sus remordimientos y hubo de fingir durante las exequias y el ritual de los pésames un poco de la consternación que se esperaba de ella. La tristeza, sin embargo, aunque tarde, no faltó a la ineludible cita y, cuando por fin llegó, los ojos de Elisa se desbordaban en incontrolables lágrimas cada vez que la imagen del abuelo se colaba entre dos pensamientos. Y a lo largo de varios meses tuvo un sueño recurrente y agridulce sobre él: soñaba que su abuelo volvía a casa montado en la borrica, como si llegara de la huerta una mañana cualquiera, y a ella la inundaba de una alegría enorme y repentina y se desprendía de la congoja que había estado cargando. Tanta fuerza tenía el sueño que, después de despertarse, todavía le duraba el júbilo unos instantes, hasta que tomaba conciencia de la realidad y el gozo se tornaba en disgusto. La pesadilla acabó por desvanecerse bajo el empuje de los acontecimientos cotidianos y sólo le quedó presente el premonitorio refrán de su abuelo y el sombrío pensamiento de que, ciertamente, aquel agosto, a él se le había enfriado el rostro.
La llegada del hombre a la luna me pilló con pantalones cortos y estudié en una universidad aún revuelta por la transición. Un travieso gusanillo interior me llevó a Centroamérica, a dedicarme en cuerpo y alma al sufrido oficio de cooperante, que me ha dejado unas cuantas arrugas, muchos amigos, el amor por la literatura hispanoamericana y una cantidad indeterminada de historias por contar. www.laotraliteratura.com Ver todas las entradas de julioalejandre