Me gustaría volver a tener trece años para ir todo el mes de agosto a Carboneras,
coger la bici para ir a la estación por los angostos senderos en vaivén
que hacían del viaje una aventura.
Entonces no había pasarela, solo un camino para los coches
y múltiples para ir andando o a pedales.
Había más trenes de los que ahora pasan
y una continua actividad que luchaba contra el aburrimiento.
Uno nunca se aburría en el pueblo, estaba prohibido a los trece años.
Preferíamos la estación a la fuente de los tres caños,
donde la ida era más agradable que la vuelta.
Cosas de la edad, de pandilla, en fin, para gustos los colores.
Recuerdo haber subido escasas veces a la Iglesia en bicicleta,
sin embargo, a menudo lo hacíamos al Picacho para ver la puesta de sol
o subirnos al depósito del agua para ver a la gente pasar desde las alturas.
Carboneras se ve de otra manera desde ahí.
La altura nos da otra perspectiva de las cosas.
También el tiempo nos la da.
O, tal vez, nos la arrebata
y juega con la memoria para jugar con nosotros
como si volviéramos a ser niños
o nunca hubiéramos dejado de serlo.
Mi recuerdo de todos los sitios en los que he estado,
mi inseparable compañera de dos ruedas,(salvo en las caídas)
los baños en el río, las meriendas en las Cañadas,
las excursiones a la plaza de toros, la fábrica de Caolín, …
Todo permanece en mi memoria y acude a mí cuando pienso en Carboneras.
Decía Spinoza: “cuando nuestras respuestas a la vida son verdaderas,
en ese momento palpamos la eternidad”.
Recuerdo haber tenido esa sensación en verano y haber querido suspender el tiempo.
No supe si mis respuestas a la vida eran verdaderas pero palpaba la eternidad cada agosto.
Algo de eso que sentí comprando cebolletas en la Oliva
o golosinas en el kiosco de la plaza o una ración de oreja en el Boni.
Esas pequeñas cosas alejadas de mi realidad cotidiana
que me hicieron ser feliz como lo soy también al recordarlo.
Aquello que sucedió no duró tanto
y la vida trajo nuevas responsabilidades y preocupaciones.
Entre ellas, la dificultad de estar presente todo el mes de agosto en el pueblo.
Parte de él, de agosto, tengo un “soledad tan desolada”,
como decía Mario Benedetti.
Parte de él, del pueblo acude a mi cabeza aunque sea en recuerdos.
Algo que no pudo perdurar pero que, de alguna forma, se quedó con nosotros.