Tarareo para mis adentros una canción que olvidé hace mucho tiempo mientras el lápiz hace garabatos sobre los márgenes del último folio escrito en un bloc de notas maltratado por mi dejadez. Por la ventana, ancha, de la última planta de un edificio pretencioso, veo a una bandada de pájaros que parece jugar al Simón dice o a El Rey, como lo llamábamos nosotros en la escuela, siguiendo a un ave que, al igual que todas las demás, no sabe a dónde ir. En una de las paredes escasamente decoradas, un reloj demasiado pequeño para un espacio tan grande sigue su rutinaria cadencia de marcar segundos, minutos y horas sin dejarse ninguna. Metódico hijo de puta, el tiempo. Me molesta la corbata con remate elástico negra que cae como una lágrima sobre mi camisa blanca. Que alguien dispare una flecha, pienso. Es curioso que siendo un ser impuntual casi por sistema, me ponga tan nerviosa la impuntualidad de los demás. Me pondría a bailar sobre la mesa de caoba perfecta, elíptica, que reina en la habitación, pasmarote de mil acuerdos firmados y contratos rotos. Cumplo con el ritual de aclararme la garganta como si alguien, más allá de la puerta de doble batiente negro mate, fuera a oírme. Un cigarrillo fumado a escondidas cerca de la salida de aire se me antoja conveniente. Pero sigo sentado, la canción se ha esfumado como ha venido, de la nada hacia la nada deteniéndose a descansar en mi cabeza. El lápiz ahora repica por la parte de la goma de borrar sobre la caoba dejando pequeños círculos que se desvanecen. Como si fuera estudiado, al pasar exactamente veinte minutos de la hora acordada, en el preciso momento que la segundera acaricia el doce, la gran puerta se abre y aparece la mujer con vestido chaqueta que vi hace un par de días. Su silueta me llama a recorrerla con las manos, sus pantorrillas gritan que me tire a sus pies y la venere. Me levanto y me siento al recibir un “no hace falta que te levantes” acompañado de una sonrisa en los labios sonrosados y pintados como si no estuvieran pintados que enseñan una dentadura a primera vista perfecta. Desnudémonos y hagámonos el amor o follémonos sobre la mesa. Ella se sienta como establecen los cánones, en un ángulo de noventa grados y pone encima de la caoba una carpeta delgada que contiene apenas unos folios y un bolígrafo de aspecto caro.
– No nos engañemos –empieza ella.
No nos engañemos, me digo, rompámonos las camisas y que tiemble la ventana y los pájaros sepan dónde ir mientras nos fundimos.
– Te han seleccionado a ti porqué eres guapo. No eras mal candidato, no me malinterpretes, pero en un empate técnico de cualidades los guapos siempre ganáis.
De forma inconsciente cambio mi posición en la silla y se me escapa aquella sonrisilla canalla tan bien aprendida. Estoy a punto de soltarle un “igual que a ti” pero me callo, como me callo tantas cosas y como digo tantas otras que guardadas están mejor. Suena “Misery is the river of the world” en el órgano mal usado que la naturaleza puso entre mis orejas y me pregunto cómo ha llegado Waits hasta aquí. Podría negar que ser guapo me ha abierto puertas y piernas, pero no lo haré, la modestia es una invención de los que no saben halagarse a sí mismos. Podría darle las gracias y bromear con un “tú tampoco estás mal”, pero soy un hijo de puta, no un idiota, como dijo aquella novia que tuve. Y la mujer que tengo delante manda más que yo y posiblemente sea mi jefa directa a partir de los siguientes minutos estáticos del reloj. Así que deshago mi sonrisa canalla ensayada y espero y en la espera las fantasías se agitan, burbujas de un refresco gasificado en una botella de cristal opaco. Ojalá esto fuera un musical y ahora una canción y media coreografía rompieran la tensión. La tomaría de la mano y bailaríamos mientras nuestras voces se alternan por estrofas y se juntan en un estribillo fácil de recordar para adolescentes en celo. Pero no lo es y ella ojea los papeles al tiempo que yo veo disminuir la luz solar que entra por la gran ventana.
– ¿Estás acostumbrado a trabajar por objetivos?
Sí, y tú eres uno. El primero fue aquella chica del instituto, ¿cómo se llamaba?, da igual. Funciono por objetivos desde que me di cuenta que ser guapo rompe tópicos. Le respondo que sí, que es un sistema que me gusta, que creo que mejora el rendimiento y optimiza recursos. Me muestro partidario pero no fervoroso de este sistema. Ella empieza a explicar el funcionamiento de los departamentos y la distribución de funciones, roles y tareas y me pierdo en el movimiento de sus labios gruesos y el contraste de sus dientes blancos sobre la piel morena en una habitación cada vez con menos luz. Me distraigo recordando que todo el mundo habla de la belleza interior, esa a la que no mira si no le gusta la belleza exterior, de frases como la de “con este continente quien se fija en el contenido” que me soltó aquella pelirroja espectacular a la salida de una discoteca, con la que acabé sobre el capó del coche una noche de algún verano. Y por como ella, mientras habla, me va mirando, me doy cuenta que he vuelto a poner mi cara de gilipollas, la de “cuando quieras, nena”, esa que aprendí entre los veintipocos y los veintimuchos, época en la que casi tenía suficiente con apuntar y disparar para cazar. Sin el casi.
– Supongo que no estás coqueteando conmigo, ¿cierto?
Mierda. Lo ha dicho con ese tono neutral tan perfecto que tiene la gente sumamente inteligente, ese que no te deja adivinar si lo mejor es responder que sí o que no, que te hace titubear y moverte adelante y atrás como un tentetieso. Imagino que le digo que sí y se abalanza sobre mí. Imagino que le digo que sí y me suelta un moco al que no sé qué responder. Imagino que digo que no y pone cara de decepción y empieza a tratarme como a un imbécil por no verla atractiva, un engreído con el listón demasiado alto. Imagino que le digo que no y me dice que encima de machista soy mentiroso. Mierda. Soy un hijo de puta pero no un idiota, me repito. Me acuerdo de lo bien que se me da la cara de Paul Newman y la practico mientras digo un tímido “no, disculpa si te lo ha parecido, sigue”. Ella se da por satisfecha o casi pues da por terminada la charla y dice que nos veremos el lunes, que tengo mañana para leer la documentación que ha dejado sobre mi despacho, sobre procedimientos, organigrama y protocolos y alguna cosa más que se escapa resbalando por su lengua rosa oscuro. Se levanta y me levanto.
– Espero que te guste trabajar con nosotros y que a nosotros nos guste trabajar contigo –concluye con una sonrisa impostada preciosa. Se ofrece a acompañarme hasta lo que será mi despacho.
Siempre he sido guapo, siempre lo he tenido fácil pero reconozco con humildad, porque sería injusto no hacerlo, que las mujeres inteligentes me aterran. Con el ascensor bajamos dos plantas, me apretaría contra ella después de pulsar el stop entre dos plantas y haría un nudo con nuestras lenguas, le subiría la falda y le bajaría las bragas. Pero suena una campanita y el elevador se detiene, mejor porque empiezo a pasarlo mal. Camina delante de mí con elegancia, saluda a quien todavía trabaja pese a la hora baja y finalmente abre la puerta de un despacho. No es enorme, pero está bien. Me deja aquí, dice, sugiere que lo mire con calma y que mañana ya puedo venir directamente. Se va y me siento pequeño, me siento un cuenco vacío. No le gusto, pienso, ella no me quería en su departamento. Pero hago acopio de mi moral aprendida y mientras miro mi reflejo en el espejo, me propongo demostrarle que soy más que una cara bonita. Me pongo bien el pelo y salgo del despacho.
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