Revista Cultura y Ocio
¡Oh el mejor entre los hombres!
Bhagavad-gita 2:15
Acosados por las tropas, los arcos y las ansiosas espadas, las legiones del hijo de Pipino “el breve” cedían ante la ciudad amurallada.
Cruzado de brazos, el antiguo y poderoso Agramont observa la perfección de su estrategia y en sus intrépidos pensamientos recuerda la noche en que sitió París; su monumental estatura semeja alguna esfinge milenaria del desierto. La codiciada alfanje descansa sin sangre en la funda silenciosa.
En el otro bando el rey de los francos: Carlomagno, medita desesperanzado dando vueltas en el interior de su campaña, a su lado su más respetado consejero se acaricia la anciana barba y le observa con tímido asentimiento. Saben que el fin es inevitable, que la derrota es insoslayable. Castigados por el paso de los años, los longevos dirigentes auscultan antiguas lecturas de magia, alquimia y misticismo. En el campo de batalla a lado y lado los guerreros alimentan el odio entre sus lanzas y el tiempo hace nido en sus rostros.
La silueta omnipotente de Agramont sobre su mo0ntura recuerda antiguos cantares y heroicos guerreros. El sarraceno parece meditar esperando quizá que sus instintos le dicten el momento oportuno para arrojar sobre la ciudad luz el poderío de sus fuerzas.
Sus más osados y fieros compañeros, Amenhotep y Tougan le miran y reflexionan acerca de su actitud, creen en el poder de los brazos de su rey y añoran con prontitud la guerra. Desean ansiosos traer a rastras las cabezas de sus enemigos, en un galope triunfal, para arrojarlas como trofeos a los pies de sus amadas.
Acostumbrados las sandeces de la conflagración, esperan la señal oportuna. Agramont sólo deja escapar bostezos y una que otra mira cansada.
La torpe llama de una vela vigila el rostro del consejero real de Carlomagno, en tanto que desordena palimpsésticos recuerdos. Abstraído en míseros alcances intelectuales Ludovic descuelga de su cerebro un ovillo malévolo que comparte en secreto a su afanado y anciano monarca. Los dos a la hora nona se pierden en el laberinto de su campaña predestinando el azar del universo.
Amenhotep y Tougan observan con recelo el escudo de Agramont. Ven el soberano estigmas de locura y señales de abandono por parte de los dioses Amón y Caos.
La opaca luz de la luna baña el cuerpo africano, los ojos gastan distancias. De pronto escucha el susurro malhumorado de sus servidores y siente por sorpresa el tacto asesino de las dagas.
Tougan cae primero dejando escapar una maldición repleta de sangre. Agramont abalanzando con toda la violencia su cuerpo troza con el alfanje el cuello de Amenhotep mientras éste en su cobardía entierra en el vientre del soberano una daga minúscula. Un grito de felonía se desahoga valle abajo.
Carlomagno y Ludovic se estremecen e impávidos presienten que el grito es la anunciación de la muerte que viene.
Un segundo aullido atraviesa el campo de batalla seguido por otro y otro. Jóvenes sargentos acuden al ruego del respetado Sarraceno. la codicia y la soberbia ciegan los juramentos y los votos de honor y fidelidad y sin menoscabo alguno mutilan como fueras hambrientas el moribundo cuerpo del caudillo.
La noche se invade de gritos, aullidos desgarradores alimentan el temor y la duda. La legión carolingia confundida preparan ballestas, hachas, lanzas, dagas, venablos, balistas, catapultas y los tensos músculos de los combatientes tiemblan.
Llega la mañana, el alba esparce un rocío que cubre bellamente los cadáveres.
Los soldados Francos estupefactos ante el panorama se tiran al suelo de rodillas y lanzan oraciones inservibles de agradecimiento. El ejercito de africanos se haya mutilado, cientos de cuerpos yertos exponen de cara al cielo un semblante de terror. La matanza enjoya fúnebremente la madrugada.
Un joven infante corre a la tienda real de los francos, va jadeante, aun no cree que va a ser el primero en enunciar a su rey la victoria desconocida.
Adentro dos cuerpos y una daga africana se desangran. La poca y débil llama de la vela se ausenta poco a poco.