Si me ves enarbolar frente a ti una sonrisa agridulce, de las que no se acaban de formar pues alzo solo una parte de los labios y el resto no acaba de animarse, no lo dudes: se trata de un regalo envenenado. Cava un hoyo hondo y entierra todo dulzor en el fondo, y después tápalo con colinas, o montes, o mejor el Himalaya. Después te quedará el poso de la realidad, y con eso sí te debes quedar, con la acritud de esa sonrisa, con el dolor hasta el estremecimiento. Y entonces quizá pienses que un río nos separa, y que es el Yangtsé, y que está en llamas. Y no errarás, no del todo.
No obstante no has de entenderlo necesariamente como malas noticias. Si te gusta buscar la parte curva de las rectas, si cuando te miras no te limitas a tu reflejo sino que tratas de desenmarañar el borrón en el fondo del espejo, puedes quedarte hasta el final, esperar a ver lo que sucede después de la sonrisa y bajarte no en la última parada, sino una después del final de línea. Entonces, con suerte, querrás caminar un rato a mi lado y descubrir la verdad, o al menos mi verdad.